domingo, 31 de julio de 2016

Una Luz En Mi Vida: Capítulo 60

Avanzaron por un pasillo rodeado de pequeños cuartos, en uno de los cuales estaba el niño cuyo llanto Paula había oído. La enfermera abrió la última puerta y, con tono alegre, anunció antes de retirarse:

— Señor Alfonso, tiene visita.

Sin saber con qué se encontraría, Paula se detuvo en el umbral, con los ojos bien abiertos, y aferrada a su bolso. Lo primero que vió fue la camisa de Pedro, manchada de sangre, sobre una silla. Había otras manchas, grises y verdosas. Dirigió la mirada hacia la camilla. Pedro estaba sentado en el borde, con el torso desnudo. Tenía heridas a la altura de las costillas, y hematomas en la frente y una mejilla. Miraba a la recién llegada fijamente.

— ¡Paula! —exclamó, y con un ágil movimiento, abandonó la camilla. La abrazó con fuerza haciendo que se sentara en una silla. Sintiéndose mal y con mucho frío, ella respiró hondo durante algunos minutos. Sus botas y sus pantalones estaban salpicados de barro. Pedro estaba tan cerca de ella que le transmitía su calor y el olor de los desinfectantes con que habían curado sus heridas.

— ¿Te sientes mejor?

— Sí

—Me alegro de que estés bien. Estaba muy preocupada. Me dijo que había mucha sangre.

—¿Quién?

—Leandro, en la gasolinera a donde remolcaron tu coche.

— Ah, entiendo. Viste el Ferrari —expresó él, riendo sin ganas—. Quedó bastante mal, ¿no?

— Por eso me asusté tanto.

— La sangre fue producto de una hemorragia nasal. Lo único que les preocupaba era el golpe que recibí en la cabeza, pero me hicieron radiografías y no hay fracturas. Debo tener la cabeza más dura de lo que imaginaba. De modo que puedo irme cuando quiera. ¿Estás segura de que te sientes bien?

—Ahora que sé que tú estás bien, me siento mejor —murmuró ella, aproximando su mejilla a las manos entrelazadas de ambos. Pedro soltó una mano y le acarició el pelo.

— ¿Con qué coche has venido?

—Con el Chevrolet.

— Bien. Volvamos entonces a la cabaña. Allí podremos hablar —dijo él, mientras la ayudaba a incorporarse—. Hay una cosa que te quiero decir antes de que salgamos: nunca me alegró tanto ver a una persona como cuando te ví entrar por esa puerta.

—Comprendo —balbuceó ella, sorprendida por tan inesperada afirmación.

— No creo que comprendas. Hay muchas cosas sobre las que debemos hablar, Pau, pero no aquí —hizo una pausa y cogió la camisa como distraído—. Supongo que tendré que ponerme esto. Después nos iremos.

 Ella no supo qué decir. Aunque las palabras de Pedro la llenaron de satisfacción, casi temía creerlas. Cuando salieron a la noche, aún llovía.

—Espera aquí —dijo Paula—. Traeré el coche.

—Nada de eso —la tomó del brazo y añadió—: No estoy inválido. Vámonos.

Pedro  insistió en conducir. Paula se acomodó en el asiento y le pareció que habían pasado unos pocos segundos cuando oyó que él le decía:

— Ya hemos llegado. Despierta.

—No estaba dormida.

—Entonces fue una muy buena imitación —replicó él, sonriendo—. Entremos, puedes ayudarme a encender la estufa. Cuando entraron en la casa de madera y piedra, Pedro puso en marcha el sistema de calefacción. —Es muy útil en momentos como éste. La leña está en la estufa. ¿Quieres encenderla mientras me cambio de camisa?

Paula echó una mirada a su alrededor. Él volvió rápidamente abrochándose una camisa limpia.

— ¿Tienes hambre? —preguntó.

— Sí —contestó sorprendida—. Supongo que sí.

—Tengo algo de comida. Podemos calentar un poco de sopa. Prepararon una cena sencilla, hablando, como de común acuerdo, de cosas triviales. Más tarde, llevaron tazas de café a la sala, donde Paula se sentó sobre la alfombra junto a la chimenea. Pedro hizo lo mismo.

— Deben dolerte las costillas —dijo ella, para romper el incómodo silencio en el que se encontraban desde que habían salido de la cocina.

— Sí, pero por suerte no hay fracturas.

— Sí. Supongo que así es —afirmó ella, mirando su taza.

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