domingo, 31 de julio de 2016

Una Luz En Mi Vida: Capítulo 62

—Porque cada vez que te oigo decirlo, creo un poco mas en tus palabras.

—¿Tan difícil es de creer?

— Para mí, sí respondió él, con el dolor reflejado en su rostro y su voz.

— Porque la gente a la que amaste te dejó o te rechazó. ¿Es por eso?

—Por eso, Pau —reconoció él, con pesar—. No podría soportar que tú lo hicieras —continuó, jugando con los dedos de la chica, concentrado en lo que hacía—. Nunca dije a ninguna mujer que la amaba. Empezaba a preguntarme si alguna vez lo haría. Hasta que te conocí —explicó, para luego mirarla con intensidad—. Tú cambiaste todo. Había leído sobre amores a primera vista, aunque siempre creí que se trataba de ficción romántica y nada más, sin embargo me ocurrió. Entré en la casa de tu madre y allí estabas. Supe que la búsqueda, de la que no me había dado cuenta, había llegado a su fin: había encontrado la mujer con la que quería compartir mi vida.

—Creí que me despreciabas entonces —murmuró ella.

—Estaba muy lejos de eso, querida. Pero no era ése el momento para la verdad. No quise que vinieras a mí por necesidad o dependencia debido a tu ceguera. Quería que lo hicieras como mujer independiente, por amor, no por temor.

— Entonces fue cuando decidiste que debía recuperar la vista. —dijo ella, con lágrimas en los ojos.

— Y, sin darme cuenta, puse otra vez a Facundo en tu camino.

— ¿Sabes? A veces le comparaba contigo, y siempre salía él perdiendo.

— Ahora te creo —afirmó él, apretándole las manos—. ¿Recuerdas que en el hospital te dije lo que me había alegrado verte? Hoy me has demostrado algo, Pau, al seguirme kilómetros bajo la lluvia y el viento porque era importante para tí verme. No estoy acostumbrado a importarle tanto a alguien —subrayó él, con un tono de humildad tal que ella sintió deseos de llorar—. ¿Entiendes lo que estoy tratando de decirte?


—Sí. Te entiendo —respondió ella—. Te seguiría hasta el fin del mundo, Pepe.

— Y yo a tí — señaló él, deslizando sus manos hasta tocar los codos de la chica, a quien hizo incorporar—. Porque te amo con todo mi corazón, Pau, y siempre te amaré.

Con suavidad, aunque con firmeza, él la besó, sellando el compromiso que acababa de expresar con palabras. Paula siempre recordaría ese momento mágico, el olor a madera quemada y el sonido de las gotas de lluvia al caer sobre el tejado. Confiada plenamente, se entregó al abrazo de Pedro, los ojos cerrados, el cuerpo invadido por una dulzura que, a medida que él estrechaba el abrazo, comenzó a convertirse en un palpitante deseo. Ella sintió que la blusa resbalaba por sus hombros mientras Pedro hundía el rostro en el valle aromático de su piel; ella le acercó más, sintiendo su cabello rozarle una mejilla, mientras repetía su nombre.

— ¡Te deseo, Pau! ¡Oh, Dios, cómo te deseo!

— Y me tienes en cuerpo y alma. Ahora y para siempre.

De pronto, Pedro se quedó inmóvil. Levantó la cabeza y la miró a los ojos.

— ¿Nunca hiciste el amor con otro hombre, Pau?

—No. Jamás.

— Pero te entregarías a mí ahora, ¿verdad?

—Sí. Lo haría, Pepe —afirmó ella, considerando que debía decir la verdad.

—Hace un rato hablé de pruebas, de cómo me habías demostrado tu amor por mí al seguirme hasta aquí. Y ahora me ofreces otra prueba: tu cuerpo.

—Te amo, Pepe—respondió la chica, sintiendo que era lo único que podía decir.

—Lo sé, Pau. Lo sé.... y Dios lo sabe. Quiero hacer el amor contigo —dijo él, deslizando sus manos desde los senos hasta la cintura de la joven, haciéndola estremecer de placer—. ¿Me creerás muy anticuado si te digo que prefiero esperar? Podemos casarnos dentro de tres días.

—¿Quieres casarte conmigo? —preguntó ella maravillada.

—Por supuesto. No descansaré hasta haber colocado un anillo de oro en tu dedo. Y entonces —esbozó una sonrisa casi infantil—, deberás tener cuidado, señora Alfonso, porque serás tú quien no tendrá mucho descanso.

—Tampoco tú, lo prometo —afirmó ella, acariciándole el pecho y deslizando las manos por su cuello para atraerle hacia sí y besarle. Él la acercó más, estrechándola hasta quejarse por el dolor que sintió en las costillas.

— Ya ves. Finalmente te tengo para mí y ni siquiera puedo abrazarte —dijo quejándose en tono de broma, para añadir, con seriedad—: Aún no me has dicho si te casarás conmigo, Pau. ¿Me dirás que sí?

—Sí, Pepe—respondió ella, mirándole fascinada—. Me alegra tanto poder mirarte... —murmuró—. Pero, aunque estuviera ciega, no dudaría nunca de tu amor. Es como... —se interrumpió, mientras buscaba las palabras adecuadas—. Es como si mi corazón pudiera ver el interior del tuyo y leer lo que está escrito allí.

— Los dos estuvimos ciegos, Pau. Tú, físicamente. Yo, por los celos. Pero ya no.

— ¡No! —Exclamó ella, mirándole a los ojos con la alegría de vislumbrar un futuro a su lado—. Los dos podemos ver la verdad ahora, la verdad de un amor que durará para siempre.




FIN

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