miércoles, 20 de julio de 2016

Una Luz En Mi Vida: Capítulo 25

Pasado el tiempo, Paula recordaría las tres semanas transcurridas en el hospital como una serie de sensaciones definidas, separadas por espacios de tiempo que le parecieron interminables. Recordaba la voz suave del doctor MacAuley haciéndole una pregunta detrás de otra. Según él, había un setenta y cinco por ciento de probabilidades de éxito al efectuar la operación y, sin reflexionar demasiado, Paula accedió a ésta. Recordaba al salir de la anestesia las drogas para mitigar el dolor, y luego el tiempo de espera en la oscuridad, sus ojos cubiertos nuevamente por vendas, mientras su cuerpo luchaba por mantener la calma, que era un factor importante para su curación. También recordaba el interés de las enfermeras, y la dolorosa sensación de que a pesar del interés de ellas y del médico, y del telegrama enviado por Alejandra, estaba sola.

Pedro  había dicho que pensaría en ella y que regresaría al cabo de una semana, pero diez días después no había recibido noticias suyas. Inevitablemente, Paula comenzó a preguntarse durante las horas que permanecía acostada en el cuarto en penumbra, si Pedro no la habría engañado. La promesa de que estaría junto a ella no parecía tener un significado claro a juzgar por el abandono absoluto en que se hallaba. Todos sus cuidados y la insistencia de que se librase de la pasividad en que se había mantenido, parecían parte de un juego al que él la había sometido. La primera semana en el hospital, le echó de menos y se hacía la ilusión de que escuchaba los pasos familiares de Pedro y su voz. Pero, a medida que los días pasaban, el dolor y el desengaño tomaron el lugar de esa esperanza, mientras el resentimiento cobraba fuerza. Ella  le había imaginado diferente a Facundo, pero parecía ser como él. En ambos casos el resultado había sido para ella el mismo: el abandono en los momentos más difíciles.

Casi empezaba a temer el retorno de Pedro. No quería oír explicaciones ni excusas, afirmaciones que ella no podría creer. Finalmente, llegó el día en que las vendas le fueron retiradas y, para Paula se produjo el milagro de la vista recuperada. Nunca había visto nada más hermoso que la austeridad de la habitación del hospital, y el doctor MacAuley, satisfecho por el éxito de la operación, le pidió que no se sobreexcitara. Siguieron más días de descanso y recuperación física tras la intervención quirúrgica, sin visitas y con el constante silencio por parte de Pedro. Ella había ansiado que él fuera lo primero que viese al recobrar la vista, pero al parecer, al llevarla a Toronto, Pedro había cumplido con su obligación y ya no quería más responsabilidad en el asunto. No deseaba verla. Para él, era un capítulo acabado. Paula no podía llegar a ninguna otra conclusión. Andrea, la enfermera del turno vespertino, que resultó ser tan atractiva como Paula la había imaginado, le había asegurado a la joven que todo estaba listo para su viaje a las montañas Gatineau.

— Un coche con chófer vendrá por tí esta tarde —indicó Andrea, visiblemente impresionada por el hecho. Para Paula, la noticia fue más atemorizante que alentadora, ya que a menos que Pedro fuera en ese vehículo, ella sería lanzada a un mundo de desconocidos. Paula y Facundo habían estado juntos en la costa oeste, por lo que ella no conocía a los padres del muchacho. A pesar de todo, para darse valor, se puso el traje que había utilizado para salir con Pedro, aparentemente siglos atrás; se maquilló y se cepilló el cabello hasta hacerlo brillar. Era temprano aún, por lo que encendió la radio y se quedó de pie junto a la ventana de la habitación. No oyó los Pasos que se acercaban, sino solamente una voz profunda que le resultó familiar:

—Hola, Paula.

Sintiendo que todo su resentimiento se desvanecía para ser sustituido por un intenso placer porque él había vuelto, la chica se volvió, sonriendo. Pero la sonrisa desapareció al pensar que no había imaginado a Pedro como estaba viéndole ahora: su rostro sería más masculino, su cabello más abundante, sus ojos más azules y brillantes... y la verdad la estremeció. No era Pedro la persona que acababa de entrar, sino Facundo.

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