lunes, 4 de julio de 2016

La Usurpadora: Capítulo 36

—Suéltame, Federico —ordenó con frialdad—. Mi hermana está aquí afuera en alguna parte. Esa es la razón por la que salí… vine a buscarla.

Al oír mencionar su nombre, el pie de Paula derribó una de las macetas colocadas sobre la terraza y tuvo que huir en busca de más sombras.

—Oí a alguien —susurró Priscilla, empujando a Federico—. Por favor, tienes que irte. Esa pudo haber sido Paula y no quiero que me vea contigo. ¡Por favor, Federico!

—¡Está bien! —aceptó él enfadado—. Pero aquí no termina todo. No dejaré que te cases con Peter.

—Trata de detenerme —dijo retándolo—. Trata, Federico, pero yo jamás volveré a tí. Jamás.

—¡Ya veremos! —amenazó antes de girar en redondo y entrar en la casa.

Paula oyó el suspiro de su hermana y le dió unos minutos para recuperar la compostura antes de hacer notoria su presencia. Aun en la penumbra pudo ver con claridad la palidez de Priscilla, la congoja reflejada en sus ojos.

Pero cuando vió a Paula ocultó todo tras una sonrisa nerviosa.

—¿Cómo te sientes? —preguntó preocupada.

—Mucho mejor —contestó Paula, recordando el dolor de cabeza que se suponía tenía—. Voy adentro, ¿vienes? —deseó poder decirle a Priscilla que estaba enterada de su preocupación pero sin revelar que había escuchado furtivamente.

Se acercaron a su padre y a Pedro y Priscilla era quien tenía aspecto de enferma.

Pedro la abrazó.

—Creo que es hora de irnos —dijo con suavidad—. Te noto cansada, Prisci.

—C… creo que lo estoy. Debe ser el… el calor.

¡O su acalorada reunión con el joven llamado Federico! Paula estaba muy confundida acerca de su nueva familia. Había secretos que no conocía.

Priscilla se metió de lleno en los preparativos de su fiesta.

Y luego a mitad de semana le dió otra jaqueca. Paula la oyó moverse inquieta en su cuarto a medianoche y al principio se quedó despierta en caso de que Priscilla comenzara a caminar dormida. Luego, se dió cuenta de que el motivo de su intranquilidad era otro. Priscilla tenía algún dolor, no sabía si físico o mental, sólo sabía que su melliza tenía un dolor.

Priscilla estaba sentada en la cama cuando Paula entró, tenía la cabeza entre las manos.

—Oh, Dios, haz que no siga —gimió—. ¡Haz que no siga!

—¡Prisci! —Paula corrió a su lado y la abrazó—. ¿Qué pasa, Prisci?

—¡Mi cabeza! —su hermana casi se ahogó—. ¡Oh, Dios, que no me siga doliendo! —las lágrimas corrían por su rostro.

—¿Qué clase de dolores son Prisci?

—Agudos y profundos —se estremeció—. No puedo soportarlos, Paula.

—Todo estará bien, cariño —la calmó Paula—. Estoy contigo. Haremos que se te quiten los dolores. Tú y yo juntas haremos que se te quiten. Ahora recuéstate, Prisci. Así —le dijo una vez que su hermana estuvo acostada—. Ahora apagaré la luz…

—¡Esto! ¡No me dejes en la oscuridad! —Priscilla luchó por sentarse de nuevo.

—No voy a dejarte —le aseguró Paula, manteniéndola contra su cuerpo—. Me quedaré aquí contigo.

—Por favor, no apagues la luz —su hermana tembló—. No me gusta la oscuridad. Me… me hace pensar en la muerte —tragó con fuerza—. ¿Crees que cuando te mueres todo es oscuridad, que se queda una sola en la oscuridad para siempre?

Paula acarició la acalorada frente de su hermana.

—No lo creo —la tranquilizó.

—¿De veras? —preguntó Pricilla esperanzada.

—De veras.

En ese momento hubiera dado cualquier cosa por saber cuánto tiempo hacía que Priscilla sufría esos dolores de cabeza. Podría apostar que era desde que se enteró acerca de la enfermedad de su padre. Esas jaquecas le daban por temor a la muerte de su padre. Priscilla era una de esas personas a las que la muerte y todo lo que se vinculaba con ella, la aterraban. Le tenía tanto temor que sufría de pesadillas, caminaba dormida, sentía esas terribles jaquecas.

—Está bien —Priscilla suspiró contra ella—. Ahora puedes apagar la luz, pero deja encendida la lámpara de la mesita de noche.

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