domingo, 17 de julio de 2016

Una Luz En Mi Vida: Capítulo 11

— Bueno... son azules. Ella sonrió con picardía, mientras el viento le agitaba el cabello. —Creo que le he hecho sonrojar. Riendo, y con actitud masculina, él respondió:

— Nunca lograrás que reconozca eso.

El sol iluminaba, cálido, el rostro de Paula. La joven aspiró con fuerza.

—Gracias por haberme traído aquí, Pedro. Me siento muy bien.

—Es un placer para mí, Pau.

— ¿Qué ropa lleva puesta? —preguntó ella, queriendo imaginárselo.

— Pantalones beige, camisa blanca y chaqueta marrón. Tentativamente, la joven levantó una mano.

— Me gustaría tener una idea más precisa de su aspecto. ¿Le importa si le toco?

— No, no me molesta.

 Cerrando los ojos, Paula llevó ambas manos hacia el rostro de Pedro y sus dedos iniciaron una suave exploración. Sintió que su cabello era abundante y suave, su rostro, con rasgos demasiado firmes y angulosos para tener un atractivo clásico, el mentón prominente y la nariz recta. Sus dedos encontraron los labios de Pedro, y permanecieron un instante allí, mientras Paula encontraba difícil mantener su actitud formal. Sintió que el pulso se le aceleraba, aunque no percibió que él se esforzaba por permanecer inmóvil. Abruptamente, la joven dejó caer las manos sobre el regazo y dijo, casi sin aliento:

—Gracias.

— ¿No hay posibilidades de que recuperes la vista?

— En el hospital se habló de operarme, pero el doctor Snider, el médico de la familia, dice que no hay posibilidades de recuperación y que es una locura pensar en una operación.

— Ya veo —replicó él, con tristeza—. Vamos a tomar el té. ¿De acuerdo? La serenidad que la había invadido, se desvaneció de pronto al saber que debía decir la verdad.

—Pedro, me dan pánico los restaurantes. Una vez fui a uno con mi madre y algunas amigas suyas y fue una experiencia horrible. Preferiría ir a casa, Betty podría prepararnos el té.

— No, Pau. Ya está bien de huir. Créeme, será diferente cuando estés conmigo. La joven sintió el peso de las manos de Pedro sobre los hombros.

—Quiero que confíes en mí —prosiguió él —. Estaré junto a tí todo el tiempo. No te dejaré caer, ni derramar nada, ni que te humilles de ninguna manera. Si confías en mis cuidados, nadie notará que eres ciega.

— Algunas veces... tengo una pesadilla —comenzó a confesar Paula, mientras apoyaba la cabeza sobre un hombro de Pedro y colocaba una mano en el pecho masculino—. Voy a un restaurante y, de pronto, la persona con la que estoy desaparece y los camareros se burlan de mí, al tiempo que las personas de las otras mesas dejan de hablar para mirarme, y yo no sé a dónde ir ni qué es lo que hay delante de mí...

Él la rodeó con un brazo, acercándola hacia sí.

— Nunca te haré eso, Pau. Confía en mí.

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