domingo, 31 de julio de 2016

Una Luz En Mi Vida: Capítulo 58

La carretera estaba resbaladiza por la lluvia y le resultaba totalmente desconocida, con numerosas curvas a lo largo de la orilla del río. Buscaba constantemente señales y verificaba una y otra vez el plano. Hacía aire y las gotas de lluvia caían con fuerza en el parabrisas. A medida que avanzaba el día, Paula sintió que los ojos, cansados, comenzaban a dolerle. Pero mayor era la angustia que la debilitaba anímicamente, ya que Lucrecia podía haberse equivocado.

Era posible que llegara al pabellón de pesca y le encontrara desierto y, así el largo viaje habría resultado inútil. O, peor aún, Pedro podía estar allí, pero no querer verla, después de haber conducido durante seis horas para alejarse de ella. Conducía el vehículo hacia el norte, habiendo dejado atrás ciudades y pueblos. Un pequeño pueblo con casuchas de madera, un almacén, una oficina de correos y una gasolinera fue lo único que rompió la monotonía de kilómetros de bosques con sus árboles mojados y azotados por el viento. Finalmente, vió un cartel que decía: «Kipewa». Según el plano de Lucrecia, faltaban cuatro kilómetros de recorrido.

Redujo la velocidad al aproximarse a la calle principal y su único semáforo. Mientras esperaba que un par de automóviles cruzaran la calle antes que ella, pensó que le gustaría tomarse un chocolate. Miró, descuidadamente, la hilera de coches aparcados frente a la gasolinera en la esquina opuesta y, de pronto, olvidando su chocolate, abrió los ojos, sorprendida. En el lugar más cercano a la esquina había una grúa con un automóvil encadenado a su remolque: un Ferrari, del mismo color que el de los Alfonso. El parabrisas estaba deshecho y la parte del conductor completamente abollada. Horrorizada, Paula pensó que no podía ser el automóvil de pedro. No podía ser. Pero, encontrar un coche de igual color y modelo a pocos kilómetros del pabellón... La chica estacionó su coche y cruzó corriendo la calle hacia la gasolinera. Había un solo empleado, un hombre viejo, sentado frente a un escritorio sobre el cual apoyaba los pies, mientras fumaba en pipa. Sin dejar que el hombre hablara, Paula preguntó:

—Ese coche... el de la grúa, ¿de quién es?

—Bueno, entró hace una hora, más o menos —comenzó a explicar, mientras echaba otra nube de humo al tiempo que la miraba de arriba abajo.

— Sí, pero... ¿de quién es?

—Leandro lo trajo. ¡Leandro! Nerviosa por la espera, Paula se aferró con fuerza a su cartera. Un hombre, más joven que el primero, entró con desgana, manchado de grasa.

—El Ferrari... por favor, ¿de quién es?

—Está horrible, ¿No le parece? —Dijo Leandro—. Pero no fue culpa del hombre. El viejo Abel había estado tomando whisky y lo arremetió con su camión. No sé por qué decidió volver al pueblo tan pronto; llegó apenas esta tarde. Mientras el hombre le hablaba con lentitud, la chica sintió que el corazón de daba un vuelco, y preguntó:

— ¿El dueño se apellida Alfonso?

—Sí. ¿Cómo lo sabe? —preguntó Leandro—. ¿Es amiga suya?

—Sí.

Paula palideció y Leandro, en una acción rápida, la sentó en la única silla que había libre, dejando caer al suelo un montón de papeles.

No hay comentarios:

Publicar un comentario