—Escucha.— Paula se acercó más a Pedro—. ¿Lo oyes? En la distancia, al norte, más allá de los robles azotados por el viento, sonaba la sirena de tormentas del pueblo.
Paula palideció.
—¡Oh, Dios mío! Feli...
—Tranquila —le aconsejó Federico—. De momento es sólo un aviso. Entren de una vez —les sostuvo la puerta abierta. En el salón sólo quedaba una hilera de personas que cruzaban ordenadamente en dirección a la cocina.El director del club estaba al final de la cola. En el extremo opuesto, encima del escenario, esperaba la tarta de boda de Valeria, rodeada del equipo del grupo de música.
—Fede, por favor, ¿Has visto a Feli? —preguntó Paula.
Federico iba delante de ellos y la miró por encima del hombro.
—Lo siento, no lo he visto. Pero hemos intentado hacer bajar a los niños primero. Vamos. Ponte a la cola.
—Tenemos que encontrar a Feli—insistió ella—. ¡Feli! —se soltó de Pedro y corrió al escenario, como si el niño pudiera estar escondido allí entre el equipo de música. Al no obtener respuestas, enterró el rostro en las manos—.¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!Pedro la alcanzó.
—Pau —la tomó de los hombros y la volvió hacia él.
—No, no... —ella lo empujó en el pecho—. Suéltame.
Él no la soltó.
—Vamos, no te pongas histérica. Fede ha dicho que seguramente esté ya en el sótano —ella lo miraba aterrorizada, con el cuerpo temblando. Pedro volvió a tomarla de la mano—. Ven. Lo encontraremos.
Ella se dejó llevar. Entraron en la cocina con Pedro disculpándose con la gente que esperaba, a los que aseguraba que no pretendían colarse. Detrás de las puertas, entre los mostradores de acero y los electrodomésticos de tamaño industrial. Melina, Julián y Miguel se hacían cargo de la multitud.
—Así es, amigo —decía Melina en la cabecera de la cola, cerca de la pared interior donde empezaban los escalones que llevaban al sótano—. Sigan con calma pero no paren.
—Tranquilos —añadió Julián—. Hay sitio para todos.
—De dos en dos —intervino Miguel—. No hay necesidad de empujar.Uno de los invitados gritó:
—¡Pero somos cientos de personas!
—¡Eso! —intervino otro—. ¿Cómo pueden decir que hay sitio?
—Lo hay —repuso Federico, que se había colocado entre Melina y Julián—. Yo he estado abajo y les aseguro que es tan grande como el salón de baile. Hay varias habitaciones y espacio de sobra para todos.
Pedro calculó que dos tercios de los invitados estaban ya abajo. La cola avanzaba con rapidez. Paula se soltó de él y corrió hasta su padre.
—¿Feli ha bajado ya? —preguntó.
Miguel frunció el ceño.
—Yo creía que estaba contigo.
—¿Mamá? ¿Vale?
Miguel miró adelante.
—Ya han bajado.
Paula se volvió a Melina.
—¿Has visto bajar a Feli?
Melina, que seguía dirigiendo la cola de gente, negó con la cabeza.
—No, creo que no lo he visto. Puede que haya bajado sin que lo vea, pero he estado pendiente de los niños y no... En ese momento se apagaron las luces y un respingo colectivo brotó de todas las gargantas. Los envolvieron las sombras, aunque todavía entraba algo de luz gris por las puertas abiertas del salón. Alguien soltó un gemido aterrorizado.
—¡Ya está aquí!
—No pasa nada, amigos —dijo Fede—. Hay luz de sobra para bajar. Sigan avanzando —la cola había despejado ya la puerta del salón y en poco tiempo estarían todos abajo.
—¡Oh, Dios mío! —Paula se volvió hacia las puertas que llevaban al comedor.
—¡Pau, espera! —gritó su padre—. Tienes que...
Ella no se detuvo.
—Tengo que buscar a Feli.
Miguel empezó a seguirla.
—¡Pau!
Pedro se colocó delante de él.
—Tú cuida de la cola, te necesitan. Yo me ocupo de ella.
—Mi nieto. ¡Santo cielo! Tenemos que...
—No te preocupes, lo encontraremos —repuso Pedro.
Corrió a alcanzar a Paula sin esperar la respuesta de Miguel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario