domingo, 14 de agosto de 2016

Juntos A La Par: Capítulo 38

Ella  tomó una toalla y su sombrero para el sol cuando escuchó pasos sobre la rampa, era Mateo.

—¡Hola Mati! —lo llamó.


—¡Hola! Mi papá ya está arreglado, ¿Lo estás tú?

Subieron los tres al auto. Irían a una playa que estaba al otro lado de la península. Cuando llegaron, había pocos autos estacionados pues no era un lugar muy concurrido. Pedro se estacionó hasta el final de la carretera.

—No me gustan las playas llenas de gente —indicó, y dirigiéndose a Mateo—. Toma el salvavidas del asiento de atrás y no te metas en el mar hasta que lleguemos contigo.

Como era de esperarse, Mateo desapareció como un rayo por entre las dunas de arena. Cargando las toallas y una canasta con almuerzo, ellos lo siguieron. Cuando llegaron a donde estaba el niño, Pedro se despojó de sus jeans y camisa, quedándose con el traje de baño azul. Paula se quitó el cinturón pero dudó, apenada, de despojarse allí mismo de su ropa. Pedro la miró con simpatía y ella supo que adivinaba su dilema.

—¡Anda!, apresúrate que Mati nos espera.

Ella se quitó la falda y sintió que el color subía a sus mejillas.

—Nunca me había dado cuenta de que eres mucho más alto que yo. Un momento más y quedó sólo con el traje de baño sobre la piel.

Pedro no pudo evitar mirar la fina línea de los senos y después, la cintura y caderas.

—Tú eres tan encantadora… —indicó con voz queda—. Estoy seguro de que esto te lo han dicho muchas veces.

—Y me gusta que me lo digas tú.

Él se acercó y puso las dos manos sobre los hombros de la joven, acariciándolos con gentileza.

—No puedo expresar con palabras la felicidad de verte caminar; me parece un milagro —la besó ligeramente como un extensión a sus palabras.

A unos pasos de distancia, se escuchó la vocecilla de Mateo.

—¿Por qué besas a Pau, papá?, ¿Es que te vas a casar con ella?

Abruptamente, Pedro la soltó, por primera vez desde que la conocía se dió cuenta de que él no encontraba palabras para responder a su hijo y se vio precisada a intervenir.

—No, Mati—respondió con suavidad—. No vamos a casarnos, tu padre me besó porque está muy feliz de verme caminando. Pero yo voy a pasar todo el verano con ustedes y tal vez más tiempo, puesto que voy a trabajar para tu papá y mi trabajo consistirá en cuidar de tí. ¿Te gusta eso?

—Pero, ¿No vamos a regresar a Toronto, verdad? —preguntó azorado.

—No, Mati, deseo comprar una casa por aquí cerca —respondió Pedro enseguida.

—¿Y Pau vivirá con nosotros?

—Claro que sí —contestó Pedro.

—¡Qué bueno! —exclamó el niño—. Estoy haciendo un castillo con arena, ¿Quieren ayudarme?

—Por supuesto.

Antes de seguirlo, Pedro se volvió hacia ella y dijo con suavidad.

—Muy bien jugado, señorita Chaves —los ojos de la chica se agrandaron interrogantes—, no te hagas la inocente, sabes muy bien todo lo que has dicho. Aceptas el empleo, pero rechazas el matrimonio; y todo lo has hecho de manera que no he podido decir una palabra.

—Tú me ofreciste el empleo…

—Sí, lo hice, pero yo no sabía acerca de tu operación, de haberlo sabido, tal vez hubiera hablado también de otras cosas —ella trató de decir algo, pero él la acalló; su voz cambió de tono, tratando de no demostrar enfado, añadió—: No te preocupes, adiviné el mensaje en tus palabras, aunque no lo hayas expresado con claridad. Se que no vas a casarte conmigo bajo ninguna circunstancia. Y tu operación en nada cambia tu decisión, ¿Es eso? ¿Qué excusa podrías darme ahora?

—¿Qué te parece el hecho de que tú no me ames? —preguntó Paula.  Pedro frunció el ceño.

 —Ya veo —le dijo—. Y ya que estamos hablando con honestidad, debemos añadir que tú tampoco me amas.

"Sí te amo, sí te amo", pensó la chica, y tal vez nunca tanto como ahora.

—Voy a ayudar a Mati —expresó Paula desviando la mirada.

—Muy bien, en eso consiste tu trabajo, ¿No es así? —preguntó Pedro con sorna.

—Eso es lo que tú querías desde que nos conocimos, ¿No? ¿De qué te quejas ahora que lo has obtenido? —preguntó furiosa.

—Si tú no lo sabes, no tiene caso que yo diga nada, Pau.

—Eres imposible —y al hablar, flexionó la rodilla y golpeó la arena con su pie, pero sintió un agudo dolor en la pierna y ahogó un sollozo.

—¿Qué te pasa? ¿Estás bien? —preguntó preocupado.

—No es nada, no debí haber hecho eso, soy una tonta.

—Vamos, Mati nos espera allá a la orilla de la playa, con el castillo de arena — le dijo mientras la tomaba de la mano.

Ella aceptó la mano que se le ofrecía y caminaron hacia la playa. Los siguientes días Pedro se mostró algo evasivo, procuraba dejarlos solos pretextando ocuparse de su libro. Aunque Paula trataba de no sentirse lastimada, se sentía. Aquella amistad se había convertido en una relación de trabajo, ella no podía objetar nada ya que él, obviamente, deseaba dejarla sola para que cumpliera con el trabajo que se le había encomendado.

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