lunes, 1 de agosto de 2016

Juntos A La Par: Capítulo 2

—Dame la mano, al menos. No quiero que te pierdas —pidió Pedro, tratando de bromear. En su mano traía una linterna que había bajado del auto. A la luz de ella, escuchó las primeras señales de animación en la voz del niño.

—¡Mira!, es una isla, allí está el puente para llegar a ella.

A unos treinta metros de distancia, se levantaba un puente angosto de madera, con cuerdas a los costados, haciendo las veces de barandillas.

—¡Vamos!, ¡Crucémoslo! —exclamó emocionado el niño.
Con la cara de frente a la fuerte lluvia que ya había empapado su cabello y su ropa, Pedro se dirigió hacia el puente subiendo una pequeña cuesta. Había en la pequeña isla tres casas, dos de las cuales estaban a oscuras. La tercera era muy pequeña, más aun que una cabaña de pescador. Había una rampa de madera que descendía de la puerta y cortinas en las dos ventanas y a través de ellas el bienvenido fulgor de una luz. Caminaron sobre la rampa y  llamó a la puerta.

El sonido hizo saltar a Paula de su silla. ¿Quién podría llamar a estas horas de la noche? Con seguridad no sería el abuelo, quien tenía una manera muy especial de hacerlo. Ni Alicia, quien por lo regular se dormía a las diez.

Durante los tres meses que Paula había pasado en la isla, se le había despertado cierto sentido de seguridad y una manera de vivir totalmente distinta a la que estaba acostumbrada en Vancouver. La gente de aquí era muy diferente de la de allá. Debido a que su padre era un importante hombre de negocios, dueño de una mansión de veinte habitaciones ellos vivieron siempre regidos por un sistema de estricta seguridad; tenían una alarma conectada con la estación de policía más próxima y todas las puertas y ventanas eran cerradas por las noches, además, un enorme Dobermann Pinscher cuidaba los jardines que la rodeaban. Todo esto era para proteger la vasta colección artística, los valiosos muebles antiguos y las alfombras importadas que su padre había adquirido como un requisito necesario para demostrar su status social. En justicia, había tenido razón en proveerse de aquel complicado sistema de alarmas y de la instalación de dobles cerraduras, ya que Vancouver era una de las ciudades con mayor índice de criminalidad, pero la isla de Chaves era distinta. Paula aquí no se preocupaba de cerrar la puerta, y al escuchar de nuevo el llamado recordó que sólo había que dar vuelta al picaporte de la puerta para que ésta se abriera.

Ella estaba en Chaves y no en Vancouver; ningún peligro podría acecharla, así que, levantando la voz dijo:

—Pase.

Un titubeo, y después, el picaporte dió vuelta y la puerta se abrió. El primero en entrar fue un niño, de unos cuatro o cinco años de edad cubierto con un impermeable amarillo. El hombre que lo seguía, con el cabello negro pegado a la frente, era sin duda el padre, pues los ojos de los dos eran idénticos, tan oscuros que casi parecían negros. El hombre empujó la puerta y después que entraron, la cerró.

Ahora, ella debía ya estar acostumbrada a cierta clase de miradas, pero aun así, se quedó titubeando en posición de defensa. En forma inconsciente levantó la barbilla. Ella estaba sentada junto a una lámpara, con la costura en el regazo y unas madejas de hilos, en una mesita, a su lado. La luz de la lámpara jugueteaba con el color miel de sus largos cabellos que le caían sobre los hombros. Sus ojos eran de un azul muy claro y daban vivacidad al fino rostro revelando la exquisita estructura ósea de su mandíbula y la amplia frente.

El silencio se prolongó por varios minutos, hasta que ella, con toda dignidad dijo:

—¿Puedo ayudarle en algo?

El hombre la miraba con fijeza, estaba pálido y azorado. Lo vió alisarse el cabello mojado hacia atrás, pero antes que pudiera contestar a su pregunta, el niño tomó la iniciativa.

—¿Por qué estás en una silla de ruedas?

—Porque no puedo caminar —contestó Paula agradecida por su franqueza.

—¿Por qué? —preguntó de nuevo el chico. Su padre le hizo una señal con la mirada, pero el niño lo ignoró.

—Yo tuve… un accidente.

—¿Estuviste en el hospital?

—Sí.

—Yo también. ¡Lo odio!

—¿Y por qué estuviste en el hospital? —le preguntó al niño. El chico atravesó la habitación y se quedó quieto frente a ella. Su carita pálida indicaba que había estado convaleciente.

—Me operaron.

—Ya veo.

—¿Te lastimaron cuando estuviste en el hospital? —Mateo… Con un breve movimiento de su mano, Paula invitó al hombre a guardar silencio. Ella presintió que lo que el niño tenía que decir era demasiado importante para acallarlo debido a convencionalismos.

—Sí, algunas veces me lastimaron, Mateo.

—A mí también. Los odio a todos —repitió con fiereza. —Yo creo que lo hicieron con el deseo de que tú te aliviaras, ¿No crees? —Pero ellos no te aliviaron a tí —expresó inocente.

—No. Ellos no pueden aliviar a todos, son sólo humanos —Paula tuvo que aceptar con un dejo de tristeza.

—¿Volverás a caminar alguna vez?

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