domingo, 28 de agosto de 2016

Trampa De Gemelas: Capítulo 22

Un  silencio  profundo  descendió  de  pronto  en  el  sótano  del  club,  iluminado  pobremente por velas y luces de linternas. Un silencio terrible. Completo.El monstruo se había alejado ya. Pedro  estaba  sentado  en  el  banco  que  unas  almas  caritativas  le  habían  dejado  cuando bajó las escaleras cargado con Paula.Ella  estaba  tumbada  a  su  lado,  muy  pálida  e  inmóvil,  con  la  cabeza  manchada  de  sangre  apoyada  en  el  regazo  de  él.  Alguien  le  había  pasado  un  paño  limpio  de  cocina y él lo apretaba en la herida de la sien de ella y lo veía mancharse lentamente de rojo.Se dijo que el flujo empezaba a hacerse más lento, pero no podía estar seguro de que fuera cierto.

Felipe, de pie al lado del banco, sostenía la mano floja de Paula con rostro serio. Los padres de Paula y Valeria y Julián se hallaban a poca distancia, todos silenciosos.

—Ya ha pasado —dijo alguien en medio del silencio.

Y de encima de ellos llegó un crujido lento y doloroso. Algo cayó con un golpe seco.

—¡Oh, santo cielo! —gritó una mujer.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó un hombre.

No le contestó nadie, porque nadie lo sabía.Federico sacó  un  teléfono  móvil  del  bolsillo  interior  de  su  chaqueta  y  probó  a  marcar.

—No  funciona  —dijo—.  Supongo  que  el  tornado  ha  tirado  algunas  torres  —miró al director del club—. ¿Tienen línea de tierra aquí abajo?

Una de las damas de honor habló cerca de una pared, donde empezaba a entrar agua procedente de las tuberías rotas de arriba.

—Aquí hay un teléfono —levantó el auricular y se lo acercó al oído. Negó con la cabeza—. No hay línea. Muchas personas probaban ya con sus móviles... pero sin resultado.

—Está bien —dijo Fede—. Vamos a ver cómo podemos salir de aquí.

Eligió  a  un  par  de  hombres  fuertes  y  subieron  los  tres  las  escaleras.  El  director  del  club  y  dos  de  los  empleados  fueron  en  dirección  contraria,  hacia  la  entrada  exterior, una puerta de acero montada en cemento y a la que se llegaba por un pasillo subterráneo que se alejaba unos diez metros del edificio del club. Pedro no  se  movió  del  sitio;  en  ese  momento  sólo  le  importaba  la  mujer  inmóvil que tenía en los brazos. Miró su rostro quieto y por primera vez se le ocurrió pensar en un médico. ¿Qué  demonios  le  pasaba?  Tenía  que  haber  pedido  un  médico  en  cuanto  llegó  allí con ella. Levantó la vista.

—¿Dónde está el doctor Flannigan?

El padre de Paula lo miró sorprendido.

—El  médico.  ¿Por  qué  narices  no  se  me  ha  ocurrido  antes?  —levantó  la  voz  todo lo que pudo—, ¡Doctor! Necesitamos al doctor Flannigan aquí.La voz se corrió por las habitaciones desnudas del sótano.

—Doctor Flannigan.

—¿Alguien ha visto al doctor Flannigan?

—Doctor Flannigan. Lo necesitan en la parte delantera.Un  par  de  minutos  más  tarde  llegaba  hasta  ellos  el  doctor,  un  hombre  alto  de  pelo gris. Miró a la enferma y entregó su chaqueta a Felipe.

—¿Puedes cuidármela y apartarte un poco?

Felipe dejó con cuidado la mano de su madre, tomó la chaqueta y se apartó de mala gana. Pedro lo miró y pensó que era un niño maravilloso. Con sólo diez años era  capaz  de  mantener  la  compostura  con  un  edificio  derruido  encima  de  ellos  y  su  madre inconsciente y cubierta de sangre.

—Gracias —el doctor le dedicó una sonrisa de aliento y se arremangó la camisa. Miró a Pedro—. ¿Respira con normalidad? Por lo que yo sé, sí.

—Hijo —dijo  el  doctor  con  paciencia—.  Con  la  cabeza  en  tus  rodillas  siempre  hay restricción de los conductos de aire...

Pedro  se  levantó  con  cuidado  y  colocó  la  cabeza  de  ella  en  el  banco,  sin  dejar  de aplicar una leve presión en la herida.

—¿Alguna herida más aparte de la de la cabeza? —preguntó el médico.

—Creo que no. Pero había muchos objetos volando; puede que tenga moratones y algún corte.

—¿Pero nada importante aparte de la brecha en la cabeza?

Pedro frunció el ceño.

—La cocina era un infierno. No puedo estar seguro.

—Vamos  a  echar  un  vistazo,  ¿de  acuerdo?  —el  doctor  miró  por  encima  del  hombro—. Acerquen esa linterna y tráiganme toallas limpias, por favor. Y algo para cubrirla.El  hombre  de  la  linterna  se  acercó  y  la  sujetó  en  alto.  Dos  mujeres  se  alejaron,  presumiblemente en busca de las toallas y la manta. El doctor Flannigan examinó la herida y Pedro vió que, efectivamente, el flujo de sangre había disminuido. El médico tomó el pulso a Paula y le levantó los párpados uno por uno.

Federico  y sus dos acompañantes volvieron en ese momento de la escalera.

—Esa salida está muy bloqueada —dijo con una mueca—. No va a ser fácil abrir un paso por ahí.

Melina,  que  estaba  cerca  de  la  pared,  se  acercó  a  su  marido  y  le  dió  la  mano.  Pedro  adivinó,  por  su  expresión,  que  pensaba  en  sus  bebés  y  confiaba  en  que  estuvieran  a  salvo  con  la  niñera  en  el  sótano  del  Doble  T.  Fede  levantó  sus  manos  unidas y besó los dedos entrelazados con los suyos.Volvieron  las  dos  mujeres  con  un  montón  de  toallas  de  bar,  unos  manteles  doblados y un tazón de agua.

—Agua —dijo el médico—. Maravilloso.

—Hay  una  lavandería  pasillo  abajo  —dijo  una  de  las  mujeres—.  El  grifo  del  fregadero funciona.

—Excelente —el doctor mojó una toalla—. Veamos si podemos examinar mejor esto... —limpió la sangre encima de los ojos de Paula.Entonces volvió el director del club desde la otra dirección.

—¿Y bien? —preguntó Fede.

El director se atrevió a sonreír.

—La salida exterior está despejada. Podemos salir sin problemas. Además, hay helicópteros en el aire y hemos oído sirenas. Viene ayuda.

El  personal  de  la  ambulancia  bajó  por  el  pasillo  de  la  salida  exterior  para  llevarse a Paula. La cargaron en una camilla, la sacaron y la metieron en la ambulancia para llevarla al Alfonso Memorial, un hospital al que el viejo Pedro había donado mucho dinero y que contaba con sala de Urgencias bien equipada y un cirujano con mucha experiencia en heridas en la cabeza.

Pedro  insistió  en  subir  a  la  ambulancia  y  nadie,  ni  Miguel ni  Alejandra ni  Valeria,  discutieron su derecho a ir con Paula.

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