domingo, 7 de agosto de 2016

Juntos A La Par: Capítulo 18

Paula estaba sentada junto a la ventana, bordando, cuando escuchó que alguien llamaba a la puerta. Ella dijo:

—Pase.

Para su sorpresa, apareció Roberto, su abuelo.

—¿Preparada, muchacha? Me alegró mucho saber por Pedro que estás dispuesta a acompañarnos. Desde que llegaste aquí he estado deseando llevarte conmigo a navegar —con expresión dudosa vió que ella llevaba puesto sólo una blusa ligera—: Será mejor que te pongas un suéter, pues allá hará más frío. Mateo está encantado de que vengas con nosotros.

Paula tuvo la intención de protestar, pero la alegría del abuelo era tan auténtica que sintió pena negarse.

—Me pondré el suéter —indicó resignada.

Mateo y Pedro esperaban en el muelle. El chico vino corriendo hacia ella.

—¡Hola, Pau! Roberto ya tiene las trampas en el barco. Te ayudaremos a descender la escalera. Espero que no te vayas a marear, ¿eh? —Creo que el mar está calmado, ¿se divirtieron esta mañana? Mateo caminó a su lado, charlando sobre lo que habían hecho él y el abuelo, en la mañana. Llegaron al muelle y Pedro le dijo:

—Me alegra que hayas decidido acompañarnos, Pau.

—Tal vez no te alegres tanto ahora que tengas que bajarme por la escalera… — indicó burlona.

—Verás que no habrá problema.

Y no lo hubo. En unos segundos, estaba ya en el bote; su silla había sido acomodada entre dos pesadas cajas. Pedro se encontraba al timón, hablando con Roberto. Mateo se sentó en una de las cajas a su lado, con la mirada brillante de excitación, mientras Pedro ponía en marcha el motor y el bote comenzaba a deslizarse sobre el agua. El barco, Harriet III, tomó rumbo a mar abierto, con la proa de frente cortando la marejada. Rodearon la playa durante unos quince minutos y de pronto se encontraron con las señales negras y blancas que marcaban los lechos de langostas.

—Esto pertenece al hijo de Alicia —explicó Paula a Mateo—. Mi abuelo la ayuda, pues durante la pasada tormenta algunas trampas se dañaron y ahora pondrá otras de repuesto.

Roberto aminoró la marcha del barco. De un barril de madera, Pedro extrajo un par de caballas, cortándolas en pequeños trozos. Abriendo las láminas de la trampa más cercana, echó los trozos del pescado. Las langostas se acercarían para tratar de alcanzarlos y quedarían atrapadas dentro de las redes.

Pedro acercó la trampa a un lado del barco y la sumergió en el agua, con su red color amarillo cuyo extremo estaba atado a la proa del barco. De esta manera fueron dejando las trampas, repitiendo varias veces la misma operación. Mateo se había sentado en el regazo de Paula. Ellos miraban atentamente las maniobras de los dos hombres. La joven se quedó muy quieta, pero cada fibra de su cuerpo estaba consciente del peso del cuerpo del niño sobre sus piernas. La chica pensó con amargura que ese niño podría ser su hijo. Pero ahora nada de eso sucedería y sin embargo se permitió el lujo de acercar la mejilla a la cabeza de Mateo.

Ella no se dió cuenta de que Pedro los estaba observando. Tenía una expresión indescifrable en el rostro. Fue Mateo quien la volvió a la realidad, diciendo:

—Quiero poner carnada en las trampas, ¿Crees que Roberto me lo permita?

—¿Por qué no se lo preguntas? Lo único que deberás hacer es tener cuidado con la cuerda de la trampa para que no se desvíe cuando caiga al agua.

Mateo se alejó, no sin antes acercar a los costados de la silla de Paula las cajas que le servían de paredes. Por ahora, estaban bastante alejados de la costa. Faltaba sólo una trampa por colocar. Por fin, Roberto arrojó al agua los últimos restos de pescado y de pronto una bandada de gaviotas graznando se acercaron descendiendo al nivel del agua para tomar, con sus largos picos, los trozos de pescados. Una mano se posó en el hombre de Paula. Era Pedro. Ella sintió alegría al comprobarlo.

—¡Pedro! Estoy tan feliz de haber venido, y sólo lo hice gracias a tí.

—Ha sido un placer —se sentó en una de las cajas, dando la espalda a la cabina.

Roberto maniobraba el Harriet III de regreso a la playa, con una mano en el timón y la otra sobre el hombro de Mateo, cuyas manos también se aferraban al timón. Pedro acercó su cara a ella, y le dijo con toda seriedad:

—Pau, me gustaría que nosotros tres pasáramos más tiempo juntos —tomó una de sus manos—, espera, escúchame antes de decir algo: he estado pensando que no fue el azar sino el destino quien me trajo a esta isla aquella noche, pues no puedo imaginarme otro lugar ni otras gentes, en el mundo, que fueran más adecuadas para ser compañía de mi hijo. Roberto, Alicia, y tú… A Mati lo conquistaste en el momento en que te vió, tú lo sabes y creo que sería muy bueno para él que nosotros tres pasáramos las tardes juntos, ya que en las mañanas yo me ocupo de escribir y tú de cumplir las labores de Lucas, así que podríamos tomar las tardes para reunimos, ¿No te parece?

—Supongo que sí —respondió con incertidumbre.

—Creo que mi hijo necesita mucho de la compañía que tú puedes darle. Aún estaba fresca en su memoria la exquisita sensación que experimentó con el cuerpecito del niño acurrucado en su regazo, así que era imposible resistir a la petición de Pedro. Pero por otra parte, también estaba presente en su mente el beso que él le dio en la playa y el devastador efecto que hizo en ella.

—No te estoy pidiendo nada que te compromete sentimentalmente, te prometo que no se repetirá lo de esta mañana. Sólo te pido que ayudes a mi hijo —dijo Pedro.

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