—¡Vamos, Fargo, ven aquí! Felipe salió de la piscina y corrió por los azulejos hasta el césped, que se extendía hasta la hilera de robles y nogales que bordeaban el jardín del rancho. Felipe corría por la hierba, mojado y riendo. Fargo lo perseguía ladrando animadamente. El sol había empezado ya a bajar detrás de los árboles. Paula y Pedro estaban sentados al lado de la piscina.
—Creo que se lo ha pasado bien —comentó él. Ella sonrió y tomó un sorbo de su margarita.
—Más que bien. Le ha encamado montar en pony y se ha comido un kilo de costillas.
—Eso no es mérito mío. Las costillas son la especialidad de Miranda.Miranda Coutera era el ama de llaves del rancho.Pedro levantó su vaso.
—Y los margaritas también.
Paula chocó su vaso con el de él.
—Por Miranda.
—Por Miranda —repitió Pedro con suavidad.Se encendieron las luces de la piscina y un mosquito zumbó cerca del oído de Paula. Ella se dió un manotazo en el cuello y se echó a reír.
—Una noche de verano en Texas. No hay nada igual.
—¡Eh! Por lo menos no hace cuarenta grados de calor húmedo —sonrió él—. Todavía.
Se miraron a los ojos. Ella carraspeó.
—Eso es algo que me gusta de San Antonio. No es tan húmedo como esto.
—No me has dicho en qué trabajas.
—Soy ayudante de dentista. Es un curso de dos años. Me lo pagó mi padre cuando nació Feli.
—Creo que alguien me dijo que tu marido era dentista...
Paula asintió.
—Conocí a Manuel cuando empecé a trabajar para él. Yo llevaba la consulta. Entré de ayudante y resultó que se me daba bien ocuparme de la parte económica. Soy buena contable y tengo talento para invertir —la realidad era que ella había triplicado sus bienes en los años que había pasado con Manuel—. Cuando mi marido se puso muy enfermo para trabajar, vendí la consulta, así que, aparte de ocuparme de mis inversiones, podríamos decir que estoy entre trabajo y trabajo.
—O sea, que eres libre de ir adonde quieras —comentó él.
Paula asintió. Era libre... aunque no tenía planes de moverse. Le gustaba San Antonio y había sido feliz allí.Y empezaba a oscurecer. Había llegado el momento de despedirse. Dejó su vaso en la mesa.
—Es tarde y...
Pedro levantó un frasco de spray que había en la mesa.
—Prueba esto. Es natural. De citronela, creo. Te vuelves invisible para los mosquitos.
—Pero creo que debemos...
—Vamos. Pruébalo.
Paula miró a Feli, que rodaba por la hierba riendo mientras Fargo intentaba lamerle la cara, y tomó el spray.
—Gracias.
—De nada. Ponte también en los tobillos. A los mosquitos les encantan los tobillos.
Paula se echó por las piernas, los brazos y el cuello.
—¿Mejor? —preguntó él con voz ronca cuando ella devolvió el frasco a la mesa.
—De momento, sí —repuso ella.
Pedro se recostó en su sillón de hierro.
—Con mosquitos o sin ellos, esto es muy hermoso —miró la hilera de árboles.
Paula observó un momento su perfil fuerte y pensó que era muy atractivo. Siguió luego su mirada hacia el cielo amplio y despejado de Texas, donde se veía todavía un brillo naranja y púrpura, el final de un glorioso atardecer.
—Hermoso, sí...
—Yo he visto los arrecifes de coral de Bora Bora, he subido a la torre Eiffel y he estado a los pies de la Esfinge, pero antes no era capaz de ver la belleza de mi jardín. Me refiero a cuando era niño.
Paula sabía por qué.
—Por el viejo Pedro, ¿Verdad?
Pedro lanzó un gruñido.
—El abuelo y yo nacimos para no entendernos —su abuelo había sido famoso por su inflexibilidad, tanto en los negocios como con la familia. Había dirigido el rancho Doble T con mano de hierro.
—Tu abuelo era algo aparte —comentó ella.
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