miércoles, 24 de agosto de 2016

Trampa De Gemelas: Capítulo 9

—¡Vamos,  Fargo,  ven  aquí!  Felipe  salió  de  la  piscina  y  corrió  por  los  azulejos  hasta el césped, que se extendía hasta la hilera de robles y nogales que bordeaban el jardín  del  rancho.  Felipe corría  por  la  hierba,  mojado  y  riendo.  Fargo  lo  perseguía  ladrando animadamente. El  sol  había  empezado  ya  a  bajar  detrás  de  los  árboles.  Paula y  Pedro  estaban  sentados al lado de la piscina.

—Creo que se lo ha pasado bien —comentó él. Ella sonrió y tomó un sorbo de su margarita.

—Más  que  bien.  Le  ha  encamado  montar  en  pony  y  se  ha  comido  un  kilo  de  costillas.

—Eso no es mérito mío. Las costillas son la especialidad de Miranda.Miranda Coutera era el ama de llaves del rancho.Pedro levantó su vaso.

—Y los margaritas también.

Paula chocó su vaso con el de él.

—Por Miranda.

—Por Miranda —repitió Pedro con suavidad.Se  encendieron  las  luces  de  la  piscina  y  un  mosquito  zumbó  cerca  del  oído  de  Paula. Ella se dió un manotazo en el cuello y se echó a reír.

—Una noche de verano en Texas. No hay nada igual.

—¡Eh!  Por  lo  menos  no  hace  cuarenta  grados  de  calor  húmedo  —sonrió  él—. Todavía.

Se miraron a los ojos. Ella carraspeó.

—Eso es algo que me gusta de San Antonio. No es tan húmedo como esto.

—No me has dicho en qué trabajas.

—Soy  ayudante  de  dentista.  Es  un  curso  de  dos  años.  Me  lo  pagó  mi  padre  cuando nació Feli.

—Creo que alguien me dijo que tu marido era dentista...

Paula asintió.

—Conocí  a Manuel  cuando  empecé  a  trabajar  para  él.  Yo  llevaba  la  consulta.  Entré  de  ayudante  y  resultó  que  se  me  daba  bien  ocuparme  de  la  parte  económica.  Soy  buena  contable  y  tengo  talento  para  invertir  —la  realidad  era  que  ella  había  triplicado sus bienes en los años que había pasado con Manuel—. Cuando mi marido se puso muy enfermo para trabajar, vendí la consulta, así que, aparte de ocuparme de mis inversiones, podríamos decir que estoy entre trabajo y trabajo.

—O sea, que eres libre de ir adonde quieras —comentó él.

Paula  asintió.  Era  libre...  aunque  no  tenía  planes  de  moverse.  Le  gustaba  San  Antonio y había sido feliz allí.Y empezaba a oscurecer. Había llegado el momento de despedirse. Dejó su vaso en la mesa.

—Es tarde y...

Pedro levantó un frasco de spray que había en la mesa.

—Prueba  esto.  Es  natural.  De  citronela,  creo.  Te  vuelves  invisible  para  los  mosquitos.

—Pero creo que debemos...

—Vamos. Pruébalo.

Paula  miró  a  Feli,  que  rodaba  por  la  hierba  riendo  mientras  Fargo  intentaba  lamerle la cara, y tomó el spray.

—Gracias.

—De  nada.  Ponte  también  en  los  tobillos.  A  los  mosquitos  les  encantan  los tobillos.

Paula se echó por las piernas, los brazos y el cuello.

—¿Mejor? —preguntó él con voz ronca cuando ella devolvió el frasco a la mesa.

—De momento, sí —repuso ella.

Pedro se recostó en su sillón de hierro.

—Con mosquitos o sin ellos, esto es muy hermoso —miró la hilera de árboles.

Paula observó un momento su perfil fuerte y pensó que era muy atractivo. Siguió luego su mirada hacia el cielo amplio y despejado de Texas, donde se veía todavía un brillo naranja y púrpura, el final de un glorioso atardecer.

—Hermoso, sí...

—Yo he visto los arrecifes de coral de Bora Bora, he subido a la torre Eiffel y he estado a los pies de la Esfinge, pero antes no era capaz de ver la belleza de mi jardín. Me refiero a cuando era niño.

Paula sabía por qué.

—Por el viejo Pedro, ¿Verdad?

Pedro lanzó un gruñido.

—El  abuelo  y  yo  nacimos  para  no  entendernos  —su  abuelo  había  sido  famoso  por  su  inflexibilidad,  tanto  en  los  negocios  como  con  la  familia.  Había  dirigido  el  rancho Doble T con mano de hierro.

—Tu abuelo era algo aparte —comentó ella.

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