viernes, 5 de agosto de 2016

Juntos A La Par: Capítulo 14

—¡Por Dios, Lucas Langley, ya tienes bastante complicada la vida con una sola mujer, no quieras hacerlo con dos.

—Pau, he estado pensando que tú vales tres veces más que ella —manifestó con sobriedad.

Y antes que Paula pudiera darse cuenta de su intención, se acercó a ella, la tomó por los hombros y la besó con fuerza en la boca. Luego, se incorporó con un aire de satisfacción en la mirada y le anunció con mucha solemnidad:

—Hace tiempo que deseaba hacer esto.

—Lucas, tú y yo somos buenos amigos, nada más.

—Podríamos llegar a ser otra cosa.

—Sí, pero no me gusta ser usada para darle celos a Karen.

—¡Oh! Pau, esa es una gran idea, me parece que tendrás que acompañarme a la feria de artesanía, así podrá ella aprender.

—Ya veremos Lucas, gracias por el trabajo que me trajiste, y por tu música, ha sido un placer escucharte.

Por fortuna, él captó la intención de despedida y dijo:

—Muy bien, te veré muy pronto. Gracias por la cena.

Se agachó de nuevo con intención de volver a besarla, pero ella, ahora prevenida, desvió el rostro, demostrándole que no tenía interés ni deseaba que él le diera ningún otro afecto más que el que es normal entre dos amigos. Él salió y Paula guardó las telas antes de acostarse.

Cuando ella despertó, a la mañana siguiente, el tiempo era frío, la niebla cubría casi todo, formando nubes fantasmagóricas sobre las playas y las rocas. Una hora después, el sol salió y la niebla, al levantarse, se llevó con ella esa sensación de tristeza y misterio. Ahora comenzaba a hacer calor; era el primer día del verano y decidió salir a tomar el sol. Se encontró con Roberto y Mateo quienes se ocupaban de acomodar los leños en el granero.

—Abuelo, llévame arriba, a la gran roca lisa, ¿Sí? —le pidió Paula.

Fiat Rock llamaban al promontorio, era una gran roca saliente en la cumbre de la colina y desde allí se podía contemplar un pequeño archipiélago de islas y playas de blanca arena, en donde muchísimos niños de las poblaciones cercanas aprendían a nadar. Ese sitio era uno de los preferidos de Paula.

Roberto se acercó hacia ella. Mateo caminaba a su lado.
-¿No te importaría quedarte allá arriba por un par de horas? Prometí al chico llevarlo a Camden esta mañana para comprar un anzuelo y carnadas. ¿O tal vez desees venir con nosotros?

—No gracias, abuelo. Prefiero quedarme allá y leer un libro. Sabes que me fascina tomar el sol en ese sitio.

El abuelo impulsó la silla hacia adelante. Tomaron el sendero que subía a la cumbre. Mateo iba charlando animadamente acerca del pez que había capturado esa mañana. Paula aspiraba con delicia la frescura del aire matinal saturado del clásico olor del agua salada.

—Yo podría subir la cuesta sola, aunque fuera despacio —dijo tratando de disculparse ante la desagradable idea de tener que depender del abuelo para subir, aun sabiendo que para él no era molestia serle útil.

—Yo no lo haría, mi muchacha. Hay ciertos trechos algo empinados y resbalosos, en especial cerca de las rocas.

—Estaré bien, saben que amo este paisaje —comentó a manera de despedida mientras los veía alejarse, quedando ella sola al pie del acantilado. El sol calentaba su espalda. Se despojó de la blusa quedándose en el sostén y la falda, para recibir de lleno el calor solar. Cerró los ojos y se puso de cara al sol.

Fue el ronco e irreverente graznido de una corneja lo que de pronto le hizo abrir los ojos. Suspiró. Frente a las rocas en el lado opuesto de la playa, rompían con suavidad las olas. El agua era de un increíble color azul claro. Tuvo el deseo de descender y cruzar por el camino rocoso que conducía a la playa y caminar por la orilla del agua, sintiendo la fresca arena entre sus dedos, como lo hacía cuando era niña. Pero… ahora todo era muy distinto, estaba encadenada a aquella silla de ruedas. Un terrible grito doloroso salió de su garganta. Se llevó las manos a la cara y dejó que gruesas lágrimas rodaran por sus mejillas.

—¡Pau! ¿Qué te pasa? —como un fantasma Pedro apareció frente a ella.

La chica sintió un nudo en la garganta. En todos aquellos largos meses transcurridos desde el accidente, nunca había llorado enfrente de ninguna persona. Pero ahora, como si fuera una ciega tratando de asirse a quien pudiera guiarla en su camino, se aferró al cuello masculino en muda búsqueda.

—¡No puedo caminar! —exclamaba sin coherencia—. ¡Pedro, oh, Pedro, no puedo caminar!

Lloró hasta quedar exhausta, descansando del dolor y la angustia que la habían asaltado. Estornudó y musitó:

—Necesito un pañuelo.

Él le dio un par de pañuelos de papel diciendo:

—Lo siento, no estaba preparado —ella se limpió la nariz y secó las lagrimas de sus mejillas.

—Gracias —se disculpó evitando su mirada—. Siento haber llorado. Por un momento desee levantarme de la silla y caminar por la orilla de la playa, pero no pude hacerlo.

—Ya veo. Mírame, Pau. ¿Hace cuánto tiempo que no llorabas como ahora lo hiciste?

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