viernes, 12 de agosto de 2016

Juntos A La Par: Capítulo 35

El llamado a la puerta fue tan inesperado que por un momento pensó era sólo su imaginación. Con el libro abierto sobre el regazo, esperó unos momentos para ver si el llamado se repetía. El segundo fue más impaciente. Sólo había una persona que llamaba de tal manera. El rubor subió a sus mejillas cuando dijo:

—Pase.

El hombre que traspasó el umbral de la puerta era precisamente el que ella estaba deseando ver.

—Hola, Pedro.

Él entró y cerró la puerta. Parecía aún más alto de lo que ella recordara. Se acerco hacia ella y Paula pudo ver las duras líneas que rodeaban su boca y la gravedad de sus facciones.

—¿En dónde está Mati? —preguntó Paula, asustada.

—Él está en Bayfield, en aquel hotelito que buscábamos aquella noche en que llegamos aquí, después de haber estado perdidos. Es un lugar apropiado para él —su voz sonaba un poco irónica.

—¿Por qué estás tú aquí?

—Es una larga historia. ¿Puedo sentarme?

—Por supuesto. Él acercó una silla y se sentó frente a ella.

—Te veo delgada y también cansada.

—Creí que estabas en Toronto.

—Estuve, y planeo seguir allá. No había ningún enfado en su voz.

—¿Y a qué has venido? —preguntó ella, apretando el libro contra su regazo, para disimular el temblor de sus manos.

—A causa de Mati, créemelo, es sólo por él, si no fuera así, te aseguro que nunca hubiera vuelto aquí.

—¿Qué es lo que ha hecho Mati?

—Más bien debería decirte qué es lo que no ha hecho. Primero fuimos a Toronto a su revisión médica y todo estuvo muy bien. Después visitamos la casa de campo de un amigo mío, por unos días. Mati no estaba muy de acuerdo, él quería que regresáramos aquí; contigo, pero me las ingenié para convencerlo prometiéndole que habría allá bastante diversión. Yo ya había decidido, tal como te lo expuse en mi carta, que ninguno de nosotros regresaría aquí, y tú sabes la razón de mi decisión. Ocho días después, en la casa de campo, le dije mi decisión; al principio él no me creyó. Cuando se dió cuenta de que era verdad, rompió a llorar y no paró hasta quedarse dormido. Al día siguiente, se coló en la camioneta que va diariamente a la ciudad de Kapuskasing con la idea, según me dijo cuando lo sorprendí y lo bajé de ella, de hablarle por teléfono a su madre para que ella lo llevara a Nueva Escocia,¿entiendes? quería venir aquí, contigo. ¿Te das cuenta de la fuerza de su mentalidad y su persistencia?

—¿Y qué hizo después? —preguntó con incertidumbre.

—Cuando volvimos a Toronto él te escribió una carta diciendo que te extrañaba. Estuvo bien unos días esperando la respuesta, pero tú no te molestaste en hacerlo, ¿O lo hiciste, Pau? Él volvió a escribirte. Y aún después no desistió de la idea de volver a verte. Traté de distraerlo, llevándolo a nadar, al zoológico, a jugar, al cine, pero cada día se tornaba más apático. Después le dió gripe y tuvo que quedarse ocho días en la cama. Mi corazón se estaba rompiendo pues lo veía desmejorarse cada día más. Así que un día le pregunté que era lo que preferiría hacer, si tuviera que elegir.

Pedro se levantó de su asiento y caminó a través de la habitación.

—Puedes adivinar la respuesta; dijo: "quiero ver a Pau", y en ese momento supe que estaba derrotado.

Paula apretó los labios.

—¿Y por qué no lo trajiste contigo ahora?

—Porque era ya tarde cuando llegamos a Bayfield y él aún se está reponiendo de los efectos de la gripe, así que lo acosté y lo dejé con la promesa de que vendría aquí mañana. La joven que atiende las habitaciones quedó como cuidadora mientras yo regreso.

—Siento mucho que hayas tenido tantos problemas…

—¿En serio, Pau? ¿Lo sientes? —preguntó dudoso.

—Tal vez debí decir que siento mucho que Mati haya estado tan triste — respondió enfadada.

—Te voy a dar la oportunidad de demostrar tu sinceridad, Pau.

—Me gustaría que dejarás de caminar por allí, como un león enjaulado —dijo ella, con cierto sentido del humor.

—Es la única manera de poder mantener mis manos alejadas de tí.

—¿Quieres decirme qué es lo que yo he hecho?

—Le has robado el corazón a mi hijo, y ahora él está perdido sin tí… eso es todo —terminó Pedro,  sarcástico.

—¡Eso no es mi culpa!

 Él se le enfrentó, desafiante.

 —Créeme o no, pero no he venido aquí a gritarte ni a pelear contigo. Y además tienes toda la razón, tú no tienes ninguna culpa. Metió las manos a los bolsillos del pantalón y se sentó sobre la mesa.

—¿A qué viniste? —preguntó Paula.

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