Miguel se inclinó hacia Alejandra y le habló como si estuvieran los dos solos.
—¿Fueron al rancho?
La madre de Paula le lanzó una mirada de paciencia.
—¿Por qué no se lo preguntas a tu hija?
—Eso, papá. ¿Por qué no me preguntas a mí? —intervino Paula—. Después de todo, estoy aquí sentada.
—Ejem... —Miguel la miró—. ¿Fuiste al rancho de Pedro, hija? —preguntó con mucho cuidado.
Ella lo miró a los ojos, que eran del mismo color azul que los suyos y comprendió que su padre se esforzaba por llevarse bien con ella y arreglar las vallas que con tanta crueldad había pisoteado once años antes. Y también comprendió que ella era muy dura con él. Su padre la quería y sólo había hecho lo que consideraba lo mejor para ella. Lo que ocurría era que siempre que lo miraba no podía evitar recordar los gritos y amenazas con los que había recibido la noticia de su embarazo. Y todavía no sabía qué le había dolido más, si esos gritos o que la hubiera enviado a San Antonio para no tener que ver a su hijita soltera avergonzándolo con su embarazo delante de todo el pueblo.Pero de eso hacía ya mucho tiempo y ahora era una mujer adulta que dirigía su propia vida y Miguel sólo le había hecho una pregunta civilizada.
—Sí, papá. El jueves fuimos al Doble T. Nos invitó Pedro y nos divertimos mucho.
—Eso está muy bien —musitó su padre.Pero no dijo nada más, cosa que Paula le agradeció. Le sonrió y él le dió una palmadita en la mano.
—¿Qué te parece si pasas esas judías verdes, querida? Gracias.
—De nada, papá.
Al día siguiente, Paula volvió a ver a Pedro en la iglesia. Y después en el restaurante. Él no dejaba de mirarla y a ella le latía con fuerza el corazón y le sudaban las manos... Sonreía, asentía con la cabeza y apartaba la vista. Más tarde, su madre, su hermana y ella estaban sentadas en la mesa de la cocina mirando telas para buscar cortinas para la casa nueva en la que se instalarían Julián y Valeria a la vuelta de su luna de miel. Sonó el teléfono y Paula se sobresaltó. Sabía que sería él. Su madre se levantó y fue a contestar.
—Hola, Pedro —miró a Paula con las cejas enarcadas—. Está aquí. Espera —Alejandra le pasó el teléfono inalámbrico a Paula—. Pedro—susurró.
Ella tomó el teléfono.
—Hola.
—Hola —dijo él—. El otro día me lo pase muy bien.
—Yo también —repuso ella—. Gracias de nuevo.
—De nada. Oye, ¿Nos vemos esta noche? Puedo recogerte a las seis y podemos ir a Abilene. Conozco un restaurante mexicano muy bueno.
—¿Hoy? —intentó imaginarse a los dos solos, sin interrupciones.No, no podía estar de nuevo a solas con él y no decírselo. O quizá sí podía... y eso era lo que más la asustaba.Su hermana y su madre asentían las dos con la cabeza con frenesí. Paula se volvió a mirar la pared.
—Mejor no —contestó.
Pedro tardó un momento en hablar.
—¿Mejor no? —preguntó.
—Esta noche tenemos cena en familia —se apresuró a explicar ella— y no... —dejó la excusa sin terminar. ¡Sonaba tan pobre! Pedro debía pensar lo mismo. Se notaba en su voz cuando volvió a hablar.
—¿Y durante la semana? Podemos...
—No puedo.
Él guardó silencio. Paula oía gruñir a su madre y a su hermana detrás de ella, pero mantuvo la vista clavada en la pared.
—No comprendo —dijo él al fin—. Creía...
Paula no podía soportar oírselo decir.
—Oye, me pregunto...
—¿Qué? —preguntó él.
Era un momento desesperado. ¿Qué podía decir ahora?Entonces se le ocurrió. Ya sabía lo que tenía que hacer. Sabía cómo colocarse en el momento de la verdad. Fijaría ya la fecha allí mismo.Una cita. Sí. Haría una cita para decírselo y la haría ese día.
—Espera —le dijo—. Enseguida vuelvo.
—De acuerdo —repuso él.
Paula se volvió hacia su madre y su hermana.
—Voy a hablar a la sala —les dijo con tono amenazador.Las dos levantaron las manos y parpadearon para darle a entender que jamás se les ocurriría entrometerse en sus conversaciones privadas. Paula se llevó el teléfono a la sala.
—¿Pedro?
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