lunes, 1 de agosto de 2016

Juntos A La Par: Capítulo 3

Cuando se vino a vivir aquí con su abuelo, el médico le habló de la posibilidad de una operación, pero los riesgos eran muchos y la probabilidad de éxito era muy dudosa aparte de que no quería hacerse nuevas ilusiones.

—No lo creo —respondió triste.

—Ya basta, Mateo. Lo siento, señorita… ni siquiera sabemos su nombre…

—Por favor, no se disculpe, y mi nombre es Paula Chaves.

—Yo soy Pedro Alfonso y él es mi hijo, Mateo.

—Pase usted, señor Alfonso —indicó sonriendo—. Acérquese al fuego, está usted empapado.

Mientras caminaba hacia la chimenea, Pedro pasó su mirada por la habitación. Ella, a su vez, lo miraba mientras hacía su reconocimiento. Muchos años atrás, eso había sido la bodega del pescado. Cuando su abuelo la invitó a vivir allí, ya hacía tiempo que la había arreglado. Tres de las pinturas favoritas de Paula fueron colgadas en sendas paredes y las cortinas de vivos colores daban un aspecto alegre a la habitación. No había alfombras, el piso era de madera. Había una mesa de madera y sillas, un fregadero de platos y una estufa con una alacena y un refrigerador. Una puerta daba al cuarto de baño. Al fondo, había una cama cubierta con una colcha de color lila. Cerca de la cama estaba un ropero y un vestidor. Al centro de la habitación se encontraba una estufa que hacía las veces de chimenea, y que despedía calor.

Pedro Alfonso se había detenido al círculo de luz y de calor, acercando las manos a la estufa.

—Estamos perdidos. Llegamos aquí porque fue el único sitio donde vimos una luz.

—Subimos por el puente… —comentó el niño entusiasmado.

—Esta es sólo una media isla —indicó Paula sonriendo—. Cuando la marea está alta se pasa por el puente, pero cuando se encuentra baja, simplemente caminas pisando las piedras.

—¡Eso me suena divertido! —exclamó Mateo felíz—, y… mañana ¿Estará baja la marea?

—No será sino hasta el mediodía.

—Si nos quedáramos aquí, lo veríamos, ¿No es así? —preguntó levantando la cabeza para mirar a su padre.

—Por supuesto que no podemos quedarnos, Mati —lo miró con desaprobación—. La señorita Chaves nos hará el favor de indicarnos el camino…

—Paula, por favor —le interrumpió el chico.

—Y en seguida partiremos —continuó Pedro, dirigiéndose a ella—. Ya estamos bastante retrasados.

—¿A dónde se dirigen? —preguntó la chica al notar el gesto desilusionado de Mateo.

—A un pequeño hotel en Bayfield.

—¡Bayfield! —repitió ella, admirada—. ¡Dios mío! Eso está a más de treinta kilómetros de distancia. Debió usted haber equivocado el rumbo hace mucho tiempo.

—Es cierto, pero en el camino no había señalamientos…

—Estas carreteras son usadas sólo por los habitantes locales, por fortuna los turistas aún no descubren estos lugares, es por ello que no hay señales.

—¿Y en dónde estamos ahora?

—En la isla Chaves, mi abuelo es el dueño. La aldea de Heron Cove es otra península cercana hacia el oeste.

—Ese debe ser el sitio donde ví luces en la lejanía. ¿Cree usted que habrá allí algún hotel?

—¿En Heron Cove? —se rió—. ¡Por Dios! No. Le he dicho que aún no ha sido descubierta por los turistas…

—En ese caso debemos regresar y tratar de llegar a Bayfield —dijo Pedro con palpable frustración.

—No se preocupe, ustedes dos pueden quedarse aquí.

—¡Sí!, claro, —exclamó Mateo entusiasmado.

—Eso es imposible —expresó Pedro casi al mismo tiempo—, Mati, no podemos quedarnos, apenas la señorita Chaves nos conoce y por otra parte, en el hotel en Bayfield, nos esperan.

—En primer lugar, mi nombre es Paula y en segundo, no acostumbro hacer invitaciones a la ligera.

—Estoy seguro de que su invitación es muy gentil —replicó el hombre—. Sin embargo, si usted tiene la amabilidad de indicarme el camino de regreso, podremos irnos en seguida.

—No creo poder hacerlo, puesto que existen infinidad de desviaciones, sería fácil volverse a perder, y a menos que usted desee pasar la noche guiando a través de la costa sin seguridad, será mejor que se queden aquí.

—Sólo veo una cama —replicó tratando de evadirse, Pedro—. Y aunque allí podrían dormir usted y Mateo, me temo que no es lo suficiente amplia para acostarnos los tres.

Paula  no pudo controlar el rubor que subió a sus mejillas.

—Arriba hay un cuarto adicional —el rubor coloreó las mejillas de la chica—. Yo no puedo subir allá, pero ustedes dos sí. A menos que le repugne la idea de compartir una misma casa con una inválida.

—Usted sabe muy bien que no pienso de esa manera.

—Bien. Entonces todo está dicho.

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