domingo, 3 de abril de 2016

La Impostora: Epílogo

Pau estaba tomando una copa de champán y suspiraba contenta. El sol brillaba, la gente a la que más quería estaba con ella en su jardín y el mundo era maravilloso.

¿O no? Otro vistazo alrededor le dijo que Pedro había desaparecido. Frunció el ceño preguntándose dónde habría ido. No podía creer que se hubiera encerrado en el estudio precisamente ese día.

Dejó la copa sobre la mesa y cruzó el jardín para ir a buscarlo.

—Todo ha salido muy bien, querida —dijo Ana y Pau sonrió a su suegra.

—Afortunadamente. Creí que los dos se pondrían a llorar como locos.

—Tonterías. Los niños están demasiado bien educados para hacer eso. Y Pedro  estaba tan orgulloso que me han dado ganas de llorar —dijo Ana emocionada.

Pau lo estaba también.

—Los quiere mucho —replicó sencillamente y entonces supo dónde estaba su marido—. Perdona, Ana, tengo que entrar en casa un momento.

Dentro de la casa, subió las escaleras y se dirigió hacia la habitación de los niños, ahora decorada con los colores del arco iris. Se paró en la puerta con el corazón encogido por lo que vio.

Pedro  estaba de pie en la habitación con una mano en cada cuna, mirando a sus hijos. A la izquierda, Nicolás dormía tranquilamente, pero a la derecha Matías estaba tan quieto que por un segundo se preguntó si había dejado de respirar. Cuando oyó su respiración, se quedó tranquila.

Aquélla era su familia y los tres eran preciosos para ella. Pedro y sus gemelos, que habían sido bautizados esa tarde. Era difícil creer que un año antes su matrimonio hubiera estado a punto de romperse.

—Sabía que te encontraría aquí —dijo suavemente acercándose a él.

Le pasó una mano por la cintura y él la atrajo hacia sí. Pau sintió que su corazón se ensanchaba cuando miró a sus hijos.

—No podía dejar de mirarlos —admitió Pedro—. ¿Tú crees que saben cuánto los queremos?

—Si no lo saben, ya lo sabrán. Los vas a mimar mucho —bromeó ella, rozando su mejilla contra su hombro.

—Y tú dejarás que hagan todo lo que quieran —contestó él.

—Probablemente.

Pedro suspiró y luego empezó a reírse suavemente.

—Sabes que van a hacer lo que quieran de nosotros, ¿verdad?

—Intentarán engañarnos haciéndose pasar el uno por el otro —confirmó ella riendo sin remordimiento alguno por el recuerdo de que ella había hecho lo mismo.

El amor de Pedro había borrado sus sentimientos de culpa. El lazo entre ellos era ahora irrompible.

—Pero nosotros sí sabremos quién es quién.

—Pero no les vamos a decir por qué lo sabemos —dijo Pau pasándole los brazos por el cuello.

—Con un poco de suerte, no se enterarán y podremos controlarlos un poco.

—Eso es perverso, pero me gusta —susurró ella coqueta.

—Ya me lo imaginaba. Tienes una vena perversa debajo de ese dulce exterior.

—Pero tú me quieres de todas maneras.

Pedro inclinó la cabeza para rozar sus labios.

—Te quiero tanto que no me puedo imaginar la vida sin tí. Gracias por todo.

—No se merecen en absoluto.

Pedro  miró a sus hijos.

— ¿Tú crees que les importará que bese a su madre?

—No lo sé. Pero a mí sí me importará si no lo haces.

Se miraron con todo el amor que sentían el uno por el otro.

—En ese caso, ven aquí —ordenó él roncamente.

Pau devolvió el beso y, en sus brazos, supo que por fin había encontrado su paraíso.



FIN

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