domingo, 3 de abril de 2016

La Impostora: Capítulo 82

Era un departamento funcional, con pocos muebles. El salón y la cocina estaban juntos y había dos puertas que llevaban al dormitorio y al baño. Había una alfombra delante de la chimenea en la que la leña estaba colocada, esperando una cerilla para encenderla. En un semicírculo a su alrededor había un sofá algo usado y dos sillones.

—Estás empapado —dijo preocupada—. Cuelga la chaqueta en la percha y enciende el fuego. Voy a preparar algo caliente.

Cuando volvió con dos tazas de café con unas gotas de brandy, Pedro  había encendido el fuego y estaba agachado con las manos extendidas hacia las llamas.

—Toma.

—Gracias —murmuró él levantándose y siguiéndola con los ojos mientras ella se sentaba en el sofá.


Pau bebió un poco de café y levantó la mirada hacia él.

—Te escucho.

Durante un rato él simplemente miró su taza y después suspiró y empezó a hablar.

—Aquel día en el bosque, después de hacer el amor, me preguntaste si me arrepentía y te dije que me arrepentía de muchas cosas. Y era verdad, pero no me arrepentía de haber hecho el amor contigo. Nunca podría arrepentirme de eso —dijo con voz ronca—. Me di cuenta de que era eso lo que creías y quise explicártelo, pero no me escuchaste. Saliste corriendo y cuando ví que te dirigías hacia el barranco me olvidé de las explicaciones. Me quedé helado, nunca había tenido tanto miedo —dijo él pasándose una mano temblorosa por la cara—. Cuando te caíste, me volví loco. Tuve que dejarte allí sola para buscar ayuda y tú dijiste que confiabas en mí... —dijo Pedro mirándola—. Entonces me dí cuenta de lo que había hecho, de cómo te había defraudado.

Pau pensó que eso ya lo había dicho antes y que estaba equivocado. Nunca la había defraudado. Ella era la que había mentido.

—No digas eso. Sabes que no es verdad —dijo, por primera con un leve temblor en la voz.

Aunque leve, Pedro lo notó y sintió su corazón se hinchaba ante esta primera muestra de emoción.

—Por favor, créeme, es la verdad. Te he defraudado por escuchar a mi estúpido orgullo en lugar de escuchar a mi corazón.

Ella lo miró entonces clavando sus ojos en los suyos. ¿Qué estaba diciendo?

—No te entiendo.

Pedro tomó aliento antes de seguir.

—Cuando me enteré de que me habías engañado, me dolió.

De repente una ola de dolor la recorrió cuando recordó la escena. Había sido el día más doloroso de su vida.

—Estabas furioso —dijo ella intentando no recordar.

Pero el recuerdo de ese día era como una navaja. Quería pedirle a Pedro que no siguiera hablando, no quería volver a pasar por ello, dolía demasiado. Pero sentía la voz atragantada en la garganta.

Pedro  vió la emoción en su cara y se odió a sí mismo por tener que seguir.

—Ahora me imagino cómo te debiste sentir. En ese momento lo único que pensé era que la mujer a la que hubiera confiado mi vida era una embustera.

Pau contuvo el aliento e intentó controlar el temblor de sus manos. Dejó la taza de café sobre la mesita y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Quería decírtelo, pero tenía miedo —dijo en un susurro apenas audible.

—Y tenías razón para tener miedo, ¿verdad? —dijo él asqueado de sí mismo.

El temblor aumentó y ella intentó que no lo notara.

—Tenías toda la razón para estar furioso.

—Y tú tenías derecho a esperar que escuchara tus explicaciones. Era muy poca cosa si consideras que ni por un momento he dejado de quererte. Te quiero, Pau.

Esa confesión desgarró el velo de insensibilidad que la había protegido, abriendo una puerta en el fondo de su corazón y dejando salir el dolor acumulado. Pau se dobló sobre sí misma con un gemido agonizante. Todas las emociones que había estado guardando dentro salieron a flote y lo recordó todo.

—Y, sin embargo, no quieres amarme, ¿verdad? —preguntó dolorida conteniendo las lágrimas.

Pálido como un cadáver, Pedro dejó la taza sobre la chimenea y se puso de rodillas delante de ella.

—Mírame, Pau.

— ¡No me mientas!

—Cariño, no voy a hacerlo, sólo espero que me creas. Claro que quiero amarte. He intentado negármelo a mí mismo, no quería reconocerlo. Pero te amaba y te sigo amando.

Pau lo miró a los ojos, buscando confirmación. No era lo que ella creía, que no podía amarla porque no confiaba en ella. ¡Siempre la había querido, pero no quería que ella lo supiera!

Con furia ciega, lo golpeó en el pecho con el puño.

— ¡Maldito seas! ¿Por qué?

Pedro cerró los puños aguantando la furia de ella. Sabía que se lo merecía.

—Para castigarte, pero te juro por Dios que no me di cuenta del daño que te estaba haciendo hasta que supe que podía perderte. Cuando estaba contigo en el hospital te miré y ví lo que había hecho.

— ¿Qué es lo que viste? —preguntó con un nudo en la garganta, a punto de explotar.

—Ví a un hombre que se escondía detrás del hecho de que su mujer lo amaba demasiado como para dejarlo. Durante todo ese tiempo te apartaba con una mano y te retenía con la otra. Te negué mi amor mientras me aseguraba de que no te perdía.

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