viernes, 29 de abril de 2016

Dos Vidas Contigo: Capítulo 26

No quería haberla tocado, nunca debería haber cedido a la necesidad de aliviarle la tensión de sus hombros ni a acariciarle la sensible piel de la nuca.

Pero lo había hecho y ella había reaccionado tan inmediatamente, tan plenamente, que él había perdido la poca objetividad que le quedaba de ella.

Ella estaba avergonzada de sí misma y eso era lo que más le dolía.

A la mañana siguiente decidió que tenía que rectificar eso inmediatamente.

Ni a lo largo del día ni al cabo de un tiempo, en aquel preciso instante. No quería que Paula se sintiera culpable por lo que había pasado.

Desayunó, fue hasta la casa principal y llamó a la puerta. Ella y su hijo ya estaban levantados. Al parecer, estaban acabando de desayunar y pidió al cielo que Pilar no apareciera mientras le decía a Paula lo que tenía que decirle.

Entonces, la mirada de Paula se encontró con su mirada a través de los paneles de, cristal. Sintió un ardor tal que le sorprendió que el cristal no se derritiese.

Sin embargo, si ella sintió lo mismo, lo disimuló muy bien. Apartó la mirada sin cambiar de expresión, como si no lo hubiera visto. Pero se dirigió hacia la puerta y él supo que lo había visto.

-Buenos días -entreabrió la puerta, pero se quedó dentro como si temiera que se le pudieran escapar algunas moléculas.

-Paula... -movió la cabeza y dudó-. ¿Puedo hablar un momento contigo?

Entonces fue ella la que dudó. Miró por encima del hombro a Pablito  que estaba tirando todos los cereales por la bandeja mientras miraba un programa infantil en la televisión de la cocina.

-Sólo un momento.

Estaba claro que la idea no la emocionaba, pero él sabía que estaba demasiado bien educada como para rechazarlo sin un buen motivo.

Paula salió, cerró la puerta y mantuvo las manos en la espalda y sobre el pomo de la puerta. La posición le mantenía los hombros hacia atrás y los pechos erguidos contra el fino algodón de la camisa.

Mientras miraba ensimismado, sus pezones se convirtieron en dos protuberancias que pugnaban por librarse de la camisa.

Ella soltó el pomo, movió las manos e hizo que él la mirara a los ojos. Estaba sonrojada.

-Lo que pasó anoche no fue culpa tuya. Fue culpa mía. No quiero que le des más vueltas, ¿de acuerdo? -dijo Pedro.

Ella no se movió. Ni siquiera dió la más mínima señal de que lo hubiera oído.

-Yo fui hacia tí, ¿te acuerdas? Tú no hiciste nada malo.

Ella se rió, pero no porque la divirtiera. Fue un sonido de burla de sí misma que se reflejaba en sus ojos.

-No me obligaste a nada, precisamente, Pedro. Te limitaste a tocarme y me enredé a tí como, como una planta trepadora y estúpida, ¿te acuerdas?

Claro que se acordaba. Lo había rodeado con sus brazos como si quisiera absorberlo y él estuvo a punto de ceder al impulso irrefrenable de tumbarla en el suelo y entrar en ella. Sin embargo, no lo dijo. Dejó que las palabras quedaran un momento en suspenso.

-Me acuerdo de todo perfectamente y he pasado toda la noche recordándolo -dijo delicadamente y sin apartar la mirada de sus ojos-. Paula, eres una mujer muy hermosa y me atraes como no me ha atraído ninguna otra mujer, pero... -no pudo contener la mano y le pasó la yema del dedo índice por la mejilla-. Sé que sigues enamorada de tu marido, independientemente de lo que diga tu cuerpo.

Los ojos de Paula reflejaron la impresión y se llenaron de lágrimas.

-Lo siento -se disculpó él.

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