domingo, 24 de abril de 2016

Dos Vidas Contigo: Capítulo 8

-Tu cara me dice que fue un matrimonio felíz. Tienes que añorarlo mucho.

-Todos los días -se limitó a decir ella-. Pero a veces me alegro de que no tuviera que sufrir la muerte de Pablo.

-Tuvo que ser algo espantoso.

Estuvo a punto de añadir, mami, pero se contuvo. ¿Su hijo la llamaba mami o era una expresión que su subconsciente había decidido que encajaba en el embrollo que empezaban a ser sus recuerdos?

Ella sintió con la cabeza y los labios temblorosos. Se llevó una servilleta a los labios con las manos avejentadas y cuidadosamente arregladas y esperó unos segundos.

-Ha sido lo peor que me ha pasado en mi vida. No sé qué habría hecho sin Paula-el dolor de sus ojos se disipó un poco-. Nos enteramos de su embarazo cuando estaban haciéndole pruebas en el hospital después del accidente. Después del entierro y cuando empezó a pasar la conmoción de todo, comprendimos que teníamos que estar agradecidas por tener ese regalo póstumo de Pablo.

-Seguro que tu nieto será un mimado insoportable.

Pedro le guiñó un ojo y se sintió aliviado cuando ella le sonrió y el ambiente volvió a distenderse. Estaba deseando ver al niño y saber algo más de él.

-No si interviene Paula -lo dijo con una sonrisa cariñosa-. Es una madre muy buena.

-Como Pilar es una mami.

Paula entró en la habitación con una sonrisa resplandeciente y besó a Pilar en la mejilla. A él le dirigió un saludo muy educado con la cabeza. Mami... No se había vuelto loco. Sin embargo, miraba a aquella mujer y se sentía como un hombre lobo que se esforzaba por no aullar a la luna.

Paula llevaba un ceñido vestido veraniego azul claro y el pelo rubio lo tenía recogido en un brillante moño en la nuca. El austero peinado no favorecería a ninguna mujer que no fuera Paula, pero ella no era una mujer cualquiera. Le resaltaba la belleza clásica de sus rasgos, la línea cincelada de los pómulos y mandíbula, los labios carnosos y perfectamente dibujados y sus enormes ojos azules.

Estaba fascinado con aquellos ojos. No eran de un vulgar azul oscuro como los suyos, sino de un tono más claro y delicado que se iluminaba con el genio y la burla, así como con el cariño cuando estaba relajada y felíz. A pesar de que se habían conocido en pleno verano, tenía una piel blanca como la leche que se tornaba ligeramente rosa en los pómulos. Supo, sin tener que acariciarla, que era sedosa, que era tan suave detrás de las rodillas como en la deliciosa curva donde el cuello se encontraba con los hombros.

Sin embargo, eso era imposible. No podía saberlo. Aunque tuviera una seguridad íntima que iba más allá de un anhelo imaginario. Su cuerpo también lo sabía, se dijo a regañadientes mientras agitaba las piernas debajo de la mesa.

-Me llamaban mami -dijo Pilar-. Se me quedó cuando Pablo empezó a balbucear. Él me llamó así toda su vida y Pablito también lo hace ahora.

Pedro asintió con la cabeza distraídamente sin poder apartar la mirada de Paula.

-Ya lo sé.

-¿Lo sabes? -el tono de voz de Paula era tan penetrante como la mirada que le dirigió-. ¿Cómo lo sabías? Ni siquiera conoces a Pablito.

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