viernes, 8 de abril de 2016

Inesperado Amor: Capítulo 18

De repente una mujer rubia con unas piernas interminables se acercó a Pedro. Paula estaba demasiado lejos como para oír lo que le decía, pero estaba claro que estaba coqueteando con él. A Paula le desagradó mucho ver aquello y fingió estar comprobando el mapa del centro comercial.

Intentó controlar la furia que sentía y se dijo a sí misma que era ridículo. Que otras mujeres se acercaran a Pedro era normal y además él no tenía que responder ante nadie, y menos ante ella. A pesar de aquellas palabras, no se sintió mejor, seguía furiosa y suspiró aliviada cuando Pedro se apartó de la rubia.

Paula deseó que su enfado no se notara y se apresuró a acercarse a él antes de que cambiara de opinión respecto a la rubia.

—¿Ya has terminado?

—Sí —dijo Paula mientras miraba a la mujer rubia que fingía interesarse por el plano del centro comercial.

A Paula le sorprendió notar que aquella mujer la miraba con envidia. Era la primera vez que alguien la envidiaba por su acompañante.

—¿Quieres uno? —le dijo Pedro de repente mientras le ofrecía una bolsa de papel llena de bombones de chocolate.

Paula  los miró y se dio cuenta de que los bombones eran de una marca muy cara. Tomó uno mientras se preguntaba por qué si tenía ganas de chocolate no se había comprado una chocolatina en lugar de aquel chocolate tan caro. Decidió no formular la pregunta. No era asunto suyo en qué se gastaba el dinero Pedro.

—Muchas gracias, está muy bueno.

—No hay de que, he comprado más para más tarde.

—Pero si ahí tienes suficiente para esta semana y parte de la siguiente.

—El chocolate es muy bueno, produce las mismas endorfinas que se producen cuando estás enamorado.

—¿Ah, sí? —respondió Paula un tanto confundida.

Ella siempre había pensado que las endorfinas estaban relacionadas con el deporte y aquel comentario la sorprendió. También la sorprendió que Pedro supiera algo así, y más teniendo en cuenta que no practicaba deportes. Sin embargo no se le ocurrió ninguna forma de averiguar cómo sabía aquello sin dejar ver que ella había pensado que era un ignorante. Aun así se propuso a sí misma explorar el resto de las habitaciones de la casa en cuanto pudiera y ver si tenía una biblioteca escondida en algún lugar.

—Ahora iremos al supermercado —dijo Pedro.

Paula miró la hora y vio que eran las once y media. Si tenían suerte estarían de regreso en la casa a la una y tendrían el resto del día libre para hacer otras cosas. Un escalofrío le recorrió la espalda al pensar en las atractivas facciones de Pedro; expresaban deseo, un deseo que tan sólo ella podía satisfacer.

—Deberías ponerte uno de los jerséis que compraste —dijo él al notar sus temblores— Es mejor que no te resfríes.

De repente Pedro se quedó mirándola y sintió un intenso deseo de estrecharla entre sus brazos, de sentir todo su cuerpo cerca de él.

—No creo en los resfriados, creo que solo son cuentos de hadas, o más bien de madres pesadas, como lo de: no andes descalzas que vas a enfermar.

—¿Eso es lo que te decía tu madre?—le preguntó Pedro.

—No —se limitó a contestar Paula y se puso de mal humor.

Su madre nunca se había preocupado por su salud, había estado demasiado ocupada representando el papel de inválida desvalida que no podía pensar en nadie más.

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