viernes, 22 de abril de 2016

Dos Vidas Contigo: Prólogo

-Me alegro de saber que le va tan bien, señor Alfonso -el médico escribió una receta-. Veinticuatro meses desde el transplante es una buena marca. El corazón parece que funciona maravillosamente. Esta es otra receta para sus medicamentos contra el rechazo. ¿Alguna pregunta?

Pedro tomó el papel que le entregaba el médico.

-Gracias -se acarició la zona que rodeaba a la cicatríz que marcaba el punto donde latía el corazón del donante-. ¿Alguna vez ha oído...? ¿Algún otro receptor le ha comentado... que sintiera cosas raras después del transplante?

El médico dejó de ordenar el historial de Pedro y lo miró fijamente.

-¿Cosas raras? ¿Como qué?

Pedro se encogió de hombros. Se sintió ridículo por sacar el tema.

-La verdad es que no es nada. Algunas cosas que no me pasaban antes. Comida que no me gustaba y que ahora sí me gusta...

El médico sonrió sin dejar de mirarlo.

-A lo mejor quiere hablar con otros receptores. Tenemos un grupo de apoyo que colabora con el hospital -dudó un instante-. Hay pruebas, obtenidas de comentarios de pacientes, de que algunas veces los recuerdos se transplantan con el órgano. Se llama memoria celular. Un paciente descubrió que le entusiasmaba el pollo frito y a otra le gusta la cerveza, cuando antes no la soportaba.

«¿Pero cuántos recuerdan una cara?» se preguntó Pedro para sus adentros.

«¿Cuántos recuerdan una voz y tienen recuerdos íntimos de una mujer concreta que no conocen?»

-Gracias -dijo en voz alta-. Lo pensaré.

-Se reúnen los terceros jueves del mes, creo -el médico miró disimuladamente el reloj-. ¿Es todo?

-Una cosa más. Me gustaría darle las gracias personalmente a la familia del donante. Ya sé que va contra las normas...

El médico sacudió la cabeza antes de que terminara la frase.

-Ya sabe que el programa de transplantes tiene unas normas de confidencialidad muy estrictas. Puede escribir una carta y los encargados del programa se la harán llegar a la familia. Puede poner su nombre y teléfono. Si ellos quieren ponerse en contacto, puede hacerlo.

-Ya lo he hecho -había escrito una nota una semana después del transplante, pero no había dado su nombre-. Sólo... me gustaría conocerlos. Aunque fuera verlos desde lejos.

Quizá escribiera otra carta con su nombre.

El médico sonrió con comprensión.

-Es muy loable que quiera expresar su agradecimiento, pero hay familias que no pueden soportar que les recuerden lo que han perdido. Para ellos es excesivo encontrarse de repente con alguien que tiene un órgano de alguien querido.

-Lo entiendo -Pedro lo dijo con un tono calmado aunque por dentro gritaba que quería saber quién era la mujer que se había metido en su cabeza-. Gracias.

-De nada. Siga así. Creo que nunca había visto a un paciente con un corazón transplantado que estuviera en tan buena forma física. Desde luego, usted tenía mejor salud, salvo por las consecuencias del accidente, que la mayoría de personas que están en la lista de transplantes.

Pedro asintió con la cabeza.

-Por el momento, me siento de maravilla.

«Excepto porque al parecer tengo la memoria de otra persona además de su corazón».

-No dude en llamarme inmediatamente si tiene fiebre o le pasa algo inusitado. Si no, lo veré dentro de seis meses para el reconocimiento y la biopsia.

El médico se levantó y extendió la mano, que Pedro estrechó. El médico salió de la habitación y Pedro agarró la camisa del gancho donde la había colgado para que el médico lo examinara. Se dio cuenta de que tenía la receta en la mano y la dejó sobre la mesa para vestirse.

Al hacerlo, se fijó en un historial. Su historial. Dudó mientras sus principios se debatían con la necesidad de saber más, pero lo agarró y lo abrió. Echó una ojeada a las primeras páginas y no encontró lo que buscaba, pero por lo menos supo que el corazón del donante había llegado desde el hospital John Hopkins, en Baltimore, al de Temple, en Filadelfia, donde él lo había recibido.

Al cabo de unos momentos, mientras se abotonaba las mangas, el médico volvió a entrar y tomó el historial mientras sacudía la cabeza.

-Me parece que necesito uno de esos medicamentos para la memoria que toma todo el mundo -dijo con una sonrisa forzada-. Cuídese, señor Alfonso.

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