viernes, 1 de abril de 2016

La Impostora: Capítulo 79

—No. Cada persona reacciona de diferente manera.

—Entonces me gustaría marcharme. ¿Cuándo podré hacerlo?

—No hay signos de contusión, así que, si no ocurre nada en las próximas veinticuatro horas, podrá marcharse mañana por la mañana.

—Gracias, doctor, es usted muy amable.

Eso era una despedida y él se dio cuenta. Cuando estuvo sola de nuevo, Pau cerró los ojos. Se iría al día siguiente. Lo único que tenía que hacer era encontrar un sitio al que ir.


Cuando Ana Alfonso llegó al hospital un poco más tarde, una de las enfermeras le había dado a Pau el nombre de un balneario en la costa y había reservado una habitación para ella. Lo único que necesitaba era su coche y algo de ropa y sus planes estarían completos.

Estaba repasándolos cuando entró su suegra. Por primera vez desde el accidente Pau sintió un nudo en la garganta cuando Ana la envolvió en un silencioso abrazo.

—Mi pobre Pau. Qué accidente tan espantoso —dijo tristemente.

Pau sintió ganas de llorar.

—Debería haber tenido más cuidado —respondió temblorosa mientras Ana la soltaba y se sentaba al borde de la cama.

—Fue un accidente. No es culpa de nadie. Es muy triste, pero tendrás otros niños.

Pau no quiso mirarla.

—Quizá.

Sabía que no los habría, pero no podía decirlo. Ana acarició su mejilla.

—Dices eso ahora, pero cuando todo esto pase... —se encogió de hombros—. Ahora lo que tienes que hacer es venirte a casa con nosotros.

—Siempre han sido muy amables conmigo —dijo Pau sonriendo.

—Es muy fácil ser amable contigo porque eres una chica encantadora. Horacio y yo pensamos que Pedro tiene mucha suerte. ¿Te han dicho cuándo te puedes marchar?

Se quedó más de una hora, charlando sobre unas cosas y otras y se marchó con la promesa de volver al día siguiente por la mañana.

Pau ya estaba vestida cuando Ana y Horacio llegaron para llevarla a casa. Una vez allí, subió a la habitación que había compartido con Pedro, se cambió de ropa, hizo la maleta y bajó de nuevo.

Dejando la maleta en la puerta, fue a despedirse de sus suegros, que estaban en el salón. Desde el umbral, dijo suavemente:

—Me marcho.

La sorpresa en sus caras era evidente.

— ¿Que te vas? ¿Pero dónde vas?

—No se los puedo decir. Necesito marcharme y no quiero que Pedro me busque.

Los dos estaban de pie mirándola.

— ¿Por qué no quieres que Pedro te busque? —preguntó el padre.

—Porque es mejor así.

—Huir nunca es lo mejor, Pau. Quedarse y hablar de los problemas es lo que hay que hacer —dijo Horacio.

—Esta vez no. Lo que tengo que hacer es hacer bien lo que hice mal.

—Pau, querida, ¿de qué estás hablando? —preguntó Ana perpleja.

—Les he mentido —confesó Pau de repente mirando de uno a otro—. Cuando los conocí les dije que era la prometida de Pedro, pero no era verdad. Tengo una hermana gemela. Ella era la prometida de Pedro.

— ¡Cielo Santo! —exclamó Ana.

—Me enamoré de él, así que me hice pasar por ella y Pedro se enamoró de mí, sin saber quién era yo.

Los Alfonso no dijeron nada durante un rato, intentando comprender la situación. Fue Horacio quien rompió el hielo.

— ¿Cuándo se enteró Pedro? —preguntó y Pau se dio cuenta de que al menos sospechaba la verdad.

—Hace un par de semanas.

— ¡Oh, Pau, no!

Las lágrimas quemaban sus ojos.

—Así que ya ven, tengo que irme. Es lo único que puedo hacer para arreglar las cosas. Diganle a Pedro que ya no tiene que arrepentirse de nada. Que es libre.

Con eso se dió la vuelta, tomó la maleta y salió de la casa. Colocó la maleta en el maletero del coche, encendió el motor y desapareció sin volver la vista atrás.

Dentro de la casa, Horacio Alfonso cambió una mirada significativa con su mujer y fue hacia el teléfono.

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