domingo, 15 de enero de 2017

Identidad Secreta: Capítulo 62

Tumbado frente al chisporroteante fuego, el corazón de Pedro latía inmisericorde mientras esperaba a Paula. Durante horas habían hecho el amor. Tras ducharse juntos, él la había dejado sola el tiempo suficiente para recalentar algo de comida del banquete nupcial. Todo estaba preparado para no tener que moverse en horas. En el exterior se había levantado un vendaval y estaba previsto que nevara. Normalmente, en noches como aquélla solía sentirse solo hasta límites indescriptibles. Como un lobo solitario rastreando inútilmente a su hembra perdida. En una noche como aquélla, solía desear estar a miles de kilómetros de Yosemite. Pero esa noche no. Nunca más. Mientras el viento gemía por los rincones y golpeaba las ventanas, abrazó a Paula contra su cuerpo y dejó que el calor lo consumiera. Ella llenaba los huecos de su alma. Sólo tenía que abrir los ojos y embriagarse de su belleza. Nunca más desearía estar en otro sitio que no fuera en los brazos de esa mujer que había gritado su amor por él una y otra vez. El cuerpo de ella se había vuelto más voluptuoso tras dar a luz. Ante la visión de su piel satinada y los brillantes y oscuros cabellos, no podía dejar de decirle que parecía un milagro viviente.

—¿Cariño? ¿Temías que no aparecería? —Paula llegó vestida con la bata azul.

—No me puedo creer que aún la conserves.

—Primero —ella se arrodilló y lo besó en la boca antes de probar la ensalada de cangrejo—, una bata tan bonita como ésta nunca se pasa de moda. Y segundo, era lo único que me quedaba de nuestro pasado para ponérmelo e imaginarme que tenía tus brazos a mi alrededor. Recuerdo cuándo la compraste en ese bazar.

—Me recordaba a tí, sedosa y suave —Pedro la acarició bajo la manga.

—Pues a mí me recordaba a tí —ella sonrió—. La tela está entretejida con hilos plateados muy parecidos al color de tus ojos ahora mismo. Nunca me habían hecho un regalo tan íntimo. Me encantó. Amaba a Fernando Gonzalez con todo mi ser. Para una jovencita impresionable que jamás había estado enamorada, resultaba excitante y deslumbrante. Pensé que lo había perdido para siempre.

La voz se le quebró.

—Pero esta noche lo veo como Pedro Alfonso, un hombre cuyo sufrimiento y heroísmo ha añadido grandeza a aquel otro hombre. Amo a este hombre, padre devoto, con toda mi alma. Me siento bendecida por haber tenido el privilegio de ser amada por ambos hombres. Durante el tiempo que estemos juntos, serás mi sueño hecho realidad, Pepe.

—Y tú el mío, mi amor —él dibujó las líneas de sus mejillas con un dedo. Ya habían pronunciado sus votos, pero la declaración que ella acababa de hacer se había adherido a su alma—. Me gustaría tener algo de mi pasado para entregarte como recuerdo, pero me temo que todas mis cosas fueron confiscadas.

—Desde tu regreso a mi vida he sufrido por tí de diversas maneras —las lágrimas le dificultaban hablar—. Pensar que toda tu identidad ha sido borrada del mapa, que todo ha desaparecido… —respiró hondo—. Espera.

Paula desapareció envuelta en la bata que producía un sensual crujido con cada uno de sus movimientos. Mientras esperaba, él dió cuenta del banquete.

—Cierra los ojos, cariño —cuando fue obedecida, ella se acercó más—. Y ahora, ábrelos.

Pedro no sabía qué esperar, pero al ver el retrato al óleo enmarcado de sus padres, tal y como los recordaba unas semanas antes de su muerte, no pudo reprimir el llanto.

—Mis padres conocen a un artista que reprodujo una de las fotos que les hice.

En la parte inferior del marco había una placa con los nombres grabados. Pedro estudió sus rostros. El regalo de ella se los había devuelto. Incapaz de hablar, hizo lo único que podía y la atrajo hacia sí. Empezaron a besarse otra vez con besos cortos, largos y de toda clase mientras volvían al colchón.

Más tarde, tras saciarse temporalmente, él añadió otro tronco al fuego que había quedado reducido a rescoldos. Ella lo miró desde debajo de la colcha.

—Soy tan felíz que no me puedo creer que haya vivido tanto tiempo sin tí.

—No quiero pensar en eso —Pedro estaba exultante de felicidad—. Sólo importa el ahora.

—Métete bajo la colcha, cariño —ella alargó una mano—. Necesito tocarte.

—¿Y crees que yo no? —gruñó él contra el cuello de Paula—. Cuando Leonardo informó de que la pasajera del helicóptero se llamaba Paula Chaves, pensé que tenía que ser una extraña coincidencia, pero jamás creí que pudieras ser tú—él la besó fugazmente—. Hasta que te ví inconsciente en el suelo no pude estar seguro de nada.

—Oí tu voz ante de verte y, de repente, estaba otra vez en Kabul —ella le devolvió el beso—. La explosión acababa de producirse y yo intentaba encontrarte.

—Lo sé —le temblaba la voz—. Me llamaste Fernando.

—Pepe —Paula le acarició las mejillas—, ¿Pediste que te enviaran a Yosemite?

—No. El programa de protección de testigos lo organizó todo. Yo no pude opinar. He estado pensando sobre lo que deberíamos hacer.

—Yo también.

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