lunes, 16 de enero de 2017

Destinados: Capítulo 2

—La próxima vez, lo haré.

—Y yo. Nos buscaremos una demanda por ello y el superintendente Noyes pedirá nuestras cabezas en una bandeja.

—Es verdad, pero ser despedido no es lo peor del mundo cuando hay dos vidas en juego. Los Chaves dejaron a un niño huérfano —añadió Pedro. Y, eso precisamente, era lo más terrible.

—De acuerdo. Esperemos que nunca vuelva a repetirse una situación como aquélla. Yo estaba aquí desde antes de que te trasladaran de Bryce. Créeme, Pepe, eres muy necesario. De hecho, eres lo mejor que le ha pasado jamás a este parque. No lo olvides.

—Exageras. Pero aprecio que estés dispuesto a bajar conmigo si vuelve a repetirse algo así.

Matías se puso las gafas de sol.

—Es cierto que el accidente de los Chaves fue una tragedia, pero ellos dos fueron los culpables por hacer algo tan egoísta. Conozco a algunos padres que viajan por separado cuando tienen que ir en avión. Si a uno le pasara algo, el otro podría ocuparse de los niños. Pero no todas las parejas piensan de ese modo. No puedes ser la conciencia de los demás, Pepe.

Eso había sido lo que el psiquiatra del parque le había dicho en su terapia. Aun así, no podía quitarse de encima la sensación de culpa ni la rabia porque un niño se quedara sin padres. Algunas parejas no tenían ni idea de la suerte que tenían por ser padres. Él habría dado cualquier cosa por tener ese privilegio.

—Tienes razón —contestó Pedro y apretó las manos en el volante, haciendo que la alianza se le clavara en el dedo.

Para huir del camino que estaban tomando sus pensamientos, telefoneó a la central y preguntó cómo iba todo. Cecilia estaba de servicio. Por el momento, no había habido emergencias.

—Siento lo de tu abuela, jefe. Me habría gustado ir al funeral, pero he tenido que hacer el turno de Bernardo en el último momento.

—Lo sé. ¿Qué le ha pasado?

—Tiene gastroenteritis. Está en casa, haciendo ya sabes qué.

—Me temo que sí. Gracias por no especificar.

Cecilia rió antes de que Pedro colgara. Él miró a Matías.

—Nuestra incorporación más reciente está soltera y es guapa. —Iba a decir lo mismo. Sin embargo, creo que no es suficiente para seducirme.

Pedro gimió.

—Los dos estamos un poco anquilosados.

Matías estaba divorciado e iba a cumplir treinta y cuatro años en agosto. A diferencia de Pedro, no tenía ninguna cana todavía.

—Lo que pasa es que somos unos bichos raros.

—Así es —repuso Pedro  con una media sonrisa.



El doctor Joel Karsh no tenía secretaria. Él fijaba sus propias citas. Paula Chaves entró en la recepción que había junto a su consulta privada. Después de media docena de visitas, había aprendido a llamar a la puerta de la consulta para hacerle saber que había llegado.

—Entra, Paula.

Durante los últimos meses, Paula había estado yendo al prestigioso psiquiatra infantil de Miami lo bastante a menudo como para sentir que habían establecido un vínculo. Lo que era bueno, pues necesitaba con desesperación la ayuda de un experto.

—Gracias por aceptar recibirme con tan poca antelación.

—Me dijiste que las pesadillas de Nico están empeorando.

—Mucho, desde que se enteró de que tengo que irme otra vez de crucero la semana que viene. Pensé que lo había superado. Ni siquiera quiere acostarse, porque tiene miedo de las pesadillas. No quiere salir de casa ni jugar con sus amigos. Está aferrado a mí. Mis padres y yo lo hemos intentando todo para darle seguridad, pero no sirve de nada.

El psiquiatra se inclinó hacia delante en su asiento.

—Tengo que decirte lo mismo que llevo diciéndote desde el principio. Como la mala salud de tu padre no le permite viajar y tu madre tiene que quedarse cuidándolo, mi consejo es que seas tú quien lleve a Nico al Parque Yosemite para que vea el lugar del accidente. Ponte en contacto con las autoridades del parque para que alguien hable con él y le explique cómo sucedió el accidente. Eso calmará su mente y podrá superar su miedo.

—¿De veras cree que eso ayudará? —preguntó Paula, llena de dudas.

—La medicación puede sedarlo y hacerle dormir, pero el problema real está en su subconsciente, donde no hay nada resuelto todavía. Su terror tiene una razón. Estaba con sus abuelos cuando se enteró de que sus padres habían muerto en el Parque Yosemite, un lugar que él nunca ha visto. Lo único que sabe es que nunca regresaron a casa. Nico ni siquiera vió sus cuerpos. No le hicieron ningún favor al no llevarlo al entierro. Sólo asistió a la misa y eso no significa nada para un niño de cinco años. Por decirlo de alguna manera, está desconcertado y confuso.

—Nunca habla de Mariana —murmuró Paula.

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