viernes, 27 de enero de 2017

Destinados: Capítulo 33

 Desde su asiento, vió salir a Nico de la tienda, con una docena de rosas amarillas. El ramo era más grande que el niño. Pedro lo dejó en su ranchera, antes de que se pusieran de nuevo en marcha.

—Son las flores más bonitas que he visto —comentó Paula, mirando al niño.

—Pepe dice que a su abuela le encantarán.

—No lo dudo.

Dos kilómetros después, entraron en el cementerio, que estaba muy bien cuidado.

El niño corrió a una de las lápidas.

—¿Qué es esto?

—Lápidas.

—¿Lápidas?

 —Sí. Llevan el nombre y la fecha de las personas que murieron —explicó Paula, acercándose a él—. Ni la lluvia ni el viento pueden borrarlos.

Pedro  llevó las rosas a una tumba gris que tenía dos nombres grabados. Nico corrió tras él.

—¿Aquí están enterrados tu abuelo y tu abuela?

—Eso es —contestó Pedro y dejó las flores a un lado.

—«Do-ra  y Os-car  Al-fon-so» —leyó el niño.

—Lees muy bien —lo felicitó Pedro—. ¿Cómo se llaman tus abuelos?

—Abuela y abuelo Chaves—repuso Nico tras titubear.

—Alejandra y Miguel  —aclaró Paula, poniendo las manos sobre los hombros del niño.

—Ah, sí. Y los nombres de mis padres son Mariana y Gonzalo—afirmó el niño y miró a su tía—. ¿Tienen una tumba también?

—Sí, en cuanto lleguemos a casa, cortaré rosas amarillas del jardín e iremos a visitarla.

—¿Puede venir Pepe con nosotros?

—Me temo que no —repuso Paula con toda la calma que le fue posible. Ya habían hablado de eso una docena de veces—. Él vive aquí y está a cargo de todo el parque. De hecho, tiene que volver allí ahora. Vámonos, tesoro —dijo, tomó la mano del niño y se dirigió a la ranchera.

Para su alivio, Nico no discutió. Todos se metieron en el coche y regresaron a casa de los abuelos de Pedro.

—¿Por qué no podemos quedarnos con Pepe? Tiene una casa en el parque y vive solo —insistió Nico cuando Pedro paró el motor.

—Vamos —ordenó Paula y abrió la puerta, fingiendo ignorarlo.

Cuando el niño no se movió, su tía lo obligó a salir del coche de Pedro y lo llevó hasta el suyo. Por desgracia, necesitaba las llaves, que estaban en su bolso. Pedro se acercó a ellos con la silla del coche de Nico y y tomó al niño en brazos para dejar que Paula abriera la cerradura.

—No quiero irme —sollozó Nico. Enterró la cara en el cuello de Pedro, sin dejar de llorar.

En esa ocasión, el guardabosques no podía hacer nada, pensó Paula. Cuanto antes se fuera de allí, mejor.

Pedro tuvo que dejar a Nico en el suelo para poder instalar su sillita del coche. El niño estaba fuera de control. Cuando Pedro le abrochó el cinturón, pataleó y gritó con todas sus fuerzas.

—¡No quiero irme! ¡Quiero quedarme contigo!

—Me gustaría que pudieras, campeón.

Paula creyó percibir un sollozo en la voz de Pedro. Aquello se había convertido en una pesadilla.

—Te llamaré desde mi coche y así podremos hablar mientras —dijo él y cerró la puerta.

Nico no lo escuchó. Lloró más fuerte. Se le estaba rompiendo el corazón y nadie podía evitarlo. Aquello estaba siendo casi más traumático que lo que había pasado hacía un año.

—Gracias por todo —se despidió Paula con gesto de sufrimiento y arrancó el coche.

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