miércoles, 25 de enero de 2017

Destinados: Capítulo 30

—Ustedes no lo necesitan. ¿Por qué no me cuentas qué ha pasado con ese oso?

—No fue fácil. La osa y sus dos oseznos subieron a un pino muy alto. Se quedaron un rato arriba. Luego, los oseznos comenzaron a bajar. Cuando la osa se dio cuenta de que se habían separado de ella, se puso agresiva. Temíamos que atacara a los campistas que había mirando, así que tuvimos que tranquilizarla.

—Me alegro de que no fuera peor —comentó. Si una madre sentía que sus oseznos corrían peligro, era capaz de matar por ellos. Paula tenía el mismo instinto en lo relativo a Nico.

—Yo, también. Llamamos para que transportaran a la familia a una zona más alejada.

—Me aseguraré de que el informe llegue al superintendente, con una copia al encargado de comunicación del parque. Los periódicos querrán subrayar la crueldad animal y obviarán el hecho de que la osa sólo quería proteger a sus hijos, pero siempre queda la esperanza de que alguien cuente la verdad —señaló Pedro y miró a Matías—. ¿Quieres dar una vuelta?

—Pensé que nunca me lo pedirías —contestó su amigo, saliendo de detrás del mostrador. Los otros guardas se quedaron a cargo del centro de información.

—¿Por qué no vamos a mi casa? —propuso Pedro—. Tengo enchiladas. Puedo calentártelas.

—¿Estás seguro de que eso es lo que te apetece hacer esta noche?

—Es mejor que ir al restaurante para que Nancy nos acorrale para contarnos por qué los solteros no son tan longevos como los casados.

—Quizá, el problema es que las mujeres que nos gustan no están disponibles — comentó Matías mientras caminaban hacia casa de su amigo.

—Sí —dijo Pedro.

Paula iba a regresar a Florida para estar con su ex novio, se recordó. No había querido ni escuchar su propuesta de trabajo.

—¿Qué tal lo pasaste con Nico? ¿Se diviertieron en la piscina?

—Sí. Es un gran nadador —repuso Pedro y aceleró el paso. Debían cambiar de tema. Pronto, Nico y Paula estarían lejos del parque. No quería pensar en ellos.

—No me gustaría estar en tu lugar cuando los lleves a El Capitán mañana. Esperemos que la experiencia no empeore las pesadillas del chico.

—Supongo que lo averiguarán cuando estén en Ronda —murmuró Pedro.

Por desgracia, el psiquiatra de Paula no era infalible.

Paula… ¿Durante cuánto tiempo estaría recordando su nombre?, se preguntó. Esperó que no mucho, si no, su corazón pagaría las consecuencias.


Los rayos del sol aún no habían penetrado en la espesura del valle Yosemite, pero Paula se sintió aliviada porque el cielo prometiera una hermosa y despejada mañana de verano. El miedo a revivir la tragedia de su hermano se combinaba con la emoción por volver a estar en compañía de Pedro.

En la puerta del hotel, Nico lo saludó  con excitación. Vestido de uniforme, el guardabosques estaba imponente, apoyado en su ranchera, esperándolos. El sol todavía no había salido. En la sombra, los ojos de él parecían todavía más oscuros de lo habitual.

—Buenos días —saludó Pedro con tono grave.

Su voz parecía más seria que nunca, observó Paula y se dijo que aquel viaje no sería agradable para él. Pero notó que había algo más que lo molestaba.

—Buenos días —respondió ella en un susurro.

Pedro la ayudó a entrar en el coche y cerró la puerta. Sólo tardaron unos minutos en llegar al helipuerto. Por suerte, la charla de  Nico  disfrazó lo extraño de la situación. Pedro tenía un aspecto poco amistoso esa mañana. Sin duda, recordar el accidente también debía de ser muy doloroso para él, caviló Paula. Varios guardabosques que habían participado en el equipo de búsqueda y rescate los recibieron y los saludaron. Nico se agarró a las manos de su tía y de Pedro. El piloto se acuclilló delante del niño.

—Hola, Nico. Me llamo Patricio. Soy el hombre que ayudó al jefe a encontrar a tus padres. Yo os llevaré a El Capitán. ¿Estás listo?

—Sí.

—Salgamos ya, entonces. El jefe te pondrá el cinturón —dijo Patricio, se levantó y miró a Paula—. Señorita Chaves, suba, por favor, y póngase el cinturón.

Ella obedeció, seguida de Nico, que no le quitaba a Pedro los ojos de encima, escuchando lo que le decía mientras le abrochaba el cinturón.

—Yo tengo que sentarme delante, pero cuando lleguemos allí, te daré la mano todo el tiempo. ¿Te parece bien? —preguntó el jefe.

Nico asintió.

—Vas a ver todo el valle Yosemite. Algo que no muchos niños de seis años ven desde el aire.

—¿Tú lo viste cuando tenías seis años?

—No. Tuve que esperar a los diez.

—¿Te dió miedo? —preguntó el niño, angustiado.

Las hélices comenzaron a girar. Paula se fijó en que a Pedro le costó tragar saliva.

—Sí, pero era tan impresionante que olvidé tener miedo. Tus padres pensaron que era tan impresionante que no quisieron bajar.

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