lunes, 16 de enero de 2017

Destinados: Capítulo 1

—Y encomendamos al Señor Todopoderoso el lugar de descanso de Dora Zolezzi Alfonso. Rezamos porque esté protegido de los elementos hasta el día en que vuelva a la vida en la resurrección de los justos. Amén.

«Amén».

Pedro Alfonso echó hacia atrás la cabeza para fijar los ojos en el cielo azul de junio. Brillantes cúmulos de nubes cambiaban de forma y atravesaban un cielo inusualmente azul para Yosemite. Ése era el tipo de día favorito de su abuela. Cálido, con una brisa refrescante. Pensando que su abuela se había ido a reunir con su abuelo en un lugar más felíz, charló en voz baja con los amigos de sus padres y sus abuelos. Era la cuarta Alfonso que enterraban en el cementerio. Su familia era muy querida en la pequeña comunidad de Oakhurst, California, donde él había nacido.

Poco a poco, el grupo de asistentes fue haciéndose más pequeño. El coche fúnebre se marchó. Pedro le estrechó la mano a un oficial de la compañía telefónica Sierra que había sido jefe de su abuelo. Después de despedirse del sacerdote y de la gente de la residencia donde había estado su abuela durante tres meses, se volvió hacia su mejor amigo, Matías Rossiter.

—Gracias por acompañarme hoy.

Matías le puso una mano sobre el hombro.

—¿Dónde iba a estar si no?

—¿Trabajando?

Matías  sonrió.

—Los chicos de la central lo tienen todo controlado.

Pedro miró su reloj. Eran las tres y diez. Con la multitud de turistas que solían bajar al parque, tardarían casi dos horas en regresar al pueblo de Yosemite. —Es mejor que nos vayamos ya. Los dos hombres dejaron la tumba, rodeada de flores, y caminaron hacia el Mazda negro de Pedro, estacionado a un lado de la carretera.

—Ha sido extraño sentarme en un banco de la iglesia y pensar que soy el último Alfonso vivo —comentó Pedro cuando hubieron salido de allí.

—Apenas puedo imaginarme cómo te sientes —repuso Matías, mirándolo con gesto compasivo.

—«Vacío» es la primera palabra que me viene a la mente.

A propósito, Pedro condujo por delante de la casa donde había vivido con sus abuelos después de que sus padres murieran. Había un Honda Civic rojo en la entrada.

—¿Los nuevos inquilinos?

—Sí. Me alegro de que alguien respondiera al anuncio tan pronto. Se la he alquilado por seis meses. Yo habría preferido hacerlo por un año.

—Quizá les guste tanto la zona que decidan quedarse.

—Tal vez. Me gustaría que no se quedara vacía. A mi abuela también le gustaría.

—¿Estás bien? —murmuró Matías, cuando se estaban acercando a la entrada del parque.

—Sí. Mis abuelos tuvieron una vida plena y estaban listos para irse cuando llegara su hora. Puedo enfrentarme a eso —repuso Pedro y saludó a Thompson, uno de los guardas forestales, que estaba atendiendo la entrada.

Después de la universidad, Pedro se había enrolado en la marina. Había visto la muerte de cerca y se había enfrentado a ella con dignidad, incluso a la de su esposa. Su Karen se había unido al ejército como enfermera. Se habían conocido y casado en Alemania. Su breve matrimonio, de dieciocho meses, había terminado cuando ella había sido enviada al Medio Este y su convoy había saltado por los aires por una bomba. Las bajas de guerra eran inevitables, y devastadoras cuando entre ellas estaba la propia esposa. Todo aquello había sucedido hacía cinco años. Desde entonces,  había dejado el ejército y había trabajado en dos parques nacionales antes de convertirse en guardabosques jefe en Yosemite. Su matrimonio había sido una serie de cortas lunas de miel, interrumpidas por la guerra. Karen y él habían sido muy felices, pero el destino no les había permitido echar raíces ni fundar una familia. A veces, la tristeza se apoderaba de él y tenía que esforzarse por dejarla atrás. En el presente, se encontraba bien. Lo único que tenía que hacer era no implicarse emocionalmente. Así, evitaría que volviera a rompérsele el corazón.

—Sólo hay dos muertes que sigo sin superar —murmuró Pedro.

No había conseguido olvidar la imagen, desde un helicóptero, de los cuerpos congelados de un hombre y una mujer, medio enterrados en la nieve en lo alto de El Capitán.

—No fue culpa tuya. Tienes que superarlo —le dijo Matías, tras inspirar con fuerza.

—¿Igual que tú?

—Touché —repuso Matías en voz baja—. Pero yo les advertí, tú no fuiste responsable de la pareja. Se negaron a bajar de la montaña.

—Eso no es verdad. Soy responsable de la seguridad de los visitantes del parque. Después de que levantaras la alerta por tormenta, yo debí haberlos obligado a bajar.

—¿Igual que el gobierno obliga a la gente a evacuar antes de un huracán? Hay personas que se niegan a hacerlo. Piensan que son inmortales. No podemos usar la fuerza con ellos.

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