domingo, 29 de enero de 2017

Destinados: Capítulo 39

Cuando la ambulancia salió del lugar de los hechos, Pedro caminó alrededor de los dos autobuses que habían chocado en la entrada de Tioga Pass. Aunque el autobús turístico de Sierra Trails había sufrido daños, no había habido ningún herido. El otro autobús, lleno de jóvenes del instituto que habían ido a visitar el parque, tenía daños mayores. Tres de los chicos habían sufrido heridas leves y los habían llevado al hospital. El resto del grupo había embarcado en otro autobús rumbo a Bishop, California, de donde provenía.
Pedro  estaba hablando con Ricardo, el guarda que estaba preparando el informe, cuando sonó su móvil. Miró el identificador de llamadas y su día cambió de color. Se disculpó un momento, se alejó un poco y contestó.

—¿Nico? ¿Eres tú?

—Sí. Gracias por las fotos.

—De nada. ¿Qué te parece ésa en la que estamos delante del helicóptero?

—¡Me encanta! Oye, Pepe, ¿Qué estás haciendo?

 Posó la mirada en la larga fila de coches parados delante del accidente. Los conductores no dejaban de detenerse para tomar fotos del autobús siniestrado, creando un atasco monstruoso. Como Nico tenía sólo seis años, decidió que era mejor omitir los detalles.

—Trabajando.

Siempre había experimentado un gran gozo en hacer el trabajo que le gustaba en el único lugar del mundo donde quería estar. Sin embargo, algo faltaba en su vida desde que Nico y su tía se habían ido. Un vacío nuevo para él había ocupado el lugar de su corazón. No había antídoto para su mal, excepto conseguir que ellos volvieran al parque. Pero, para que eso pasara, Paula tenía que desapegarse de Santiago.

—Me gustaría estar allí. ¿Pepe? —lo llamó el niño, con la voz impregnada de tristeza.

Pedro apretó el teléfono con más fuerza, dejando que la nostalgia del niño le llegara al corazón.

—¿Qué pasa, campeón? —preguntó, sabiendo cuál era la respuesta.

—Me gustaría que Pau y yo no nos hubiéramos ido. Quiero estar contigo.

Pedro escuchó un sollozo. En cuestión de segundos, el niño estaba llorando a moco tendido. De fondo,  oyó a su abuelo urgiéndole a que colgara. ¿Dónde estaría Paula?, se preguntó él. ¿Con su ex?

—Vamos, chico —le interpeló su abuelo.

—¡Nooo! ¡No quiero colgar! Por favor, déjame hablar con Pepe un poco más…

—¿Nico? —dijo Pedro al teléfono con la intención de calmarlo. Sin embargo, al igual que había sucedido en Oakhurst, el niño estaba fuera de control y no lo escuchaba. Con cada sollozo de Nico, a él se le encogía el corazón un poco más.

—Dile adiós —ordenó su abuela al fin con firmeza.

 —De acuer-acuerdo. A-adiós.

Pedro oyó otro sollozo y, luego, colgaron. Aquello era una agonía, pensó.

—¿Jefe? —lo llamó Ricardo. Pedro se giró-. ¿El incendio de Manuel Meadow ha ido a peor?

¿Incendio?, pensó Pedro y meneó la cabeza para concentrarse.

—No. Está bajo control.

—Me alegro —repuso el guarda y titubeó un momento—. ¿Estás bien?

No, y nunca volvería a estarlo, pensó Pedro.

—Sí. ¿Has terminado el informe?

Ricardo asintió y le tendió el papel. Lo leyó y lo firmó.

—Excelente trabajo —dijo, y se lo devolvió—. Me voy a la central. Llámame si me necesitas.

El piloto del helicóptero lo esperaba para llevarlo de vuelta al pueblo. Pedro tenía que entrevistarse con dos guardabosques nuevos que habían sido transferidos del Parque Nacional Zion. Después, había quedado con el superintendente para comer. A continuación, tenía que asistir a un seminario de cuatro horas en el auditorio del parque para hablar de los planes para prevenir la proliferación de plantas invasivas.

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