miércoles, 18 de enero de 2017

Destinados: Capítulo 10

Pedro miró a la tía del niño, que lo observaba sin decir nada. Interpretó su silencio como permiso para contestar al niño. Tras mirar también a Matías, dió la vuelta a la mesa y se acuclilló en frente de Nico.

—No, nunca me los presentaron, pero yo los busqué después de la tormenta. Cuando los encontré, ayudé a subirlos al helicóptero.

—¿Sí? —dijo el pequeño y le empezó a temblar el labio inferior.

—Sí —contestó Pedro con el corazón hecho añicos.

—¿Estaban muertos? —quiso saber Nico, poniéndose en pie.

—Lo estaban —respondió Pedro, sin poder apenas respirar.

—¿Por qué?

—Aunque se les dijo que no salieran a la montaña porque se avecinaba una tormenta, pensaron que tenían tiempo para explorar un poco más. Pero se enfriaron demasiado.

—Oh… —murmuró el pequeño.

—A veces, eso ocurre cuando la tormenta es muy fuerte y las personas no pueden ponerse a cubierto a tiempo. Se sienten cansadas y se echan a dormir, pero no sienten ningún dolor. Lo siento, hijo.

Dejándose llevar por su instinto, Pedro abrazó al niño y lo dejó llorar en su hombro. No supo quién necesitaba más consuelo, si el pequeño o él mismo. Se abrazaron durante largo tiempo. Con cada sollozo de Nico, el corazón de Pedro se rompía un poco más. Se secó sus propias lágrimas.

—Sé cómo te sientes. Mis padres murieron en un accidente de coche cuando yo tenía tu edad.

—¿Sí? —preguntó Nico, mirándolo. Tenía la cara roja de llorar.

—Sí. Tuve que irme a vivir con mis abuelos.

—Yo, también.

—¿Los quieres?

—Mucho. ¿Tus abuelos viven en el parque contigo?

—No, están en el cielo.

—Mi mamá y mi papá, también.

—Están todos en un lugar mejor. ¿Sabes que mis abuelos me dejaron a mí su casa? Está justo a la entrada del parque. ¿Dónde está la casa de tus abuelos?

—En Miami. Pau también vive allí.

—Tienes suerte de tener una tía que te quiere tanto.

—Y yo la quiero a ella. ¿Tú tienes tía?

—No. Soy el último de los Alfonso.

—¿Qué es un Alfonso? —quiso saber Nico, frunciendo el ceño.

Pedro rió. No recordaba cuándo había sido la última vez que había hablado con un niño tan simpático.

—Alfonso es mi apellido. ¿Cuál es el tuyo?

—Chaves.

—¿Has ido alguna vez al Parque Nacional Everglades de Florida?

—Sí. Pau me llevó después de su último crucero. No tiene montañas.

—Pero tiene cocodrilos y panteras. Aquí no tenemos de eso.

—Ni lobos tampoco. Me lo ha dicho Rossiter.

—Matías tiene razón. ¿Te ha dicho que aquí hay osos negros?

—Sí.

—También tenemos búhos grises. Son muy poco comunes.

—¿Como los que salen en Harry Potter?

—Sí, pero no son blancos y sus alas extendidas miden un metro y medio — explicó Pedro y señaló la medida extendiendo los brazos.

—Vaya. Me gustaría ver uno.

—El jefe Samuel Dick vio tres búhos grises el otro día.

—Pensé que el jefe eras tú.

—Lo soy. Samuel es un jefe indio Paiute que vive en Yosemite. Era mi amigo cuando yo era niño.

—¿Te ha dicho dónde están?

—Sí.

Nico abrió mucho los ojos. Las lágrimas se le habían secado.

—¿De verdad?

—Sí.

—¿Me los enseñarás?

—¿Cuánto tiempo vas a quedarte aquí? —preguntó Pedro y miró a la tía de Nico esperando una respuesta. Sus ojos se encontraron un momento.

—No estoy segura —repuso ella con tono amable.

 Por el tono de su voz, Pedro adivinó que, por lo menos de forma temporal, había hecho una tregua. Lo que era una suerte, teniendo en cuenta lo hondo del sufrimiento del niño.

1 comentario:

  1. Hermosos capítulos! Me quedé con ganas de leer más! Pedro y Nico se cayeron bien de entrada!

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