domingo, 22 de mayo de 2016

Volver A Amar: Capítulo 24

—Es el hombre que recoge la renta. Claro, tú no lo sabías pues Antonio le pagaba al casero.

Paula asintió de nuevo.

—Sí, él siempre pagaba las cuentas.

—¿Lo hacía? —preguntó Patricia con amargura.

Paula contuvo la respiración.

—¿Qué quieres decir? —sintió que el corazón le daba un vuelco.

—¡Oh, Paula, Antonio llevaba meses sin pagar la renta! —exclamó estrujándose las manos—. Cuando le dí a Rogelio tu dinero esta mañana me preguntó si sabía cuándo pagarías los atrasos. No supe de qué me estaba hablando, así que le pregunté. Dijo que Antonio recibió varios avisos con relación al dinero que debía, pero que no había hecho caso de las advertencias. No sé qué pensar, Paula.

Paula no quería pensar, no se atrevía.

—¿Y el señor… Rogelio, dijo cuánto se debía?

Patricia la miró ansiosa.

—Yo… Es mucho —sollozó.

Paula no quiso seguir presionando a su amiga, al ver lo avergonzada que se sentía. La joven no podía creerlo. Tres años antes Antonio había dejado de pagar sus deudas, y no fue sino hasta que las demandas empezaron a llegar por correo que ella se enteró. Cuando le habló a Antonio del asunto, él había explotado como un energúmeno, diciéndole que eso no era de su incumbencia y que no tenía por qué meterse en su vida, que pagaría las cuentas cuando quisiera y si quería. Durante dos meses había estado muy preocupada. Cuando terminó con su última aventura, Antonio tuvo el dinero para pagar.

Pero esta vez no parecía haber ninguna amante cara que descartar, ni ningún Antonio para ayudarle a pagar la deuda.

—No te preocupes —la animó Patricia—. Seguro que es un error.

Paula sabía que no era así. Y estaba segura de que eso era sólo el principio de una larga cadena de problemas.

Cuatro meses más tarde se enteró de todo lo que debía. Los tres meses y medio después de la muerte de Antonio habían sido el preludio de la tormenta; ese tiempo pareció suficiente a sus acreedores, y ahora cada día le traía a Paula nuevas deudas.

El empleo de medio tiempo en el supermercado había resultado y la joven trabajaba cinco días a la semana de diez a dos. Sólo le faltaba encontrar un departamento para ella y para Martina.

Y estaba en la ruina. Aparte del dinero de la pensión por viudez y el sueldo que ganaba, no tenía nada. Pero al menos ya había terminado de pagar las deudas. Era para sentirse orgullosa, pero eso no les servía de mucho ni a ella ni a Martina, y menos en esa época de Navidad que ya se acercaba. No era fácil decirle a la niña que papá Noel no tenía dinero ese año.

La Nochebuena encontró a Paula tratando desesperadamente de dar una alegre fiesta para su hija. Al fin tuvo que admitir que no le había salido del todo mal; el árbol era pequeño y los regalos que tenía para Martina no eran caros, pero sabía que eran cosas que le gustarían a la niña.

Sonrió feliz al despedir a Patricia y a Gerardo. Los padres de Patricia solían reunir a sus hijos y nietos esa noche. Patricia las había invitado a ella y a Martina a unírseles ese año, pero Martina aún estaba un poco nerviosa y tanta gente podría perturbarla.

—¿Ponemos el arbolito ahora, mamá? —pregunto Martina ansiosa cuando se quedaron solas.

Paula volvió los ojos hacia su hija, sonriéndole con ternura.

—Sí, cariño. ¿Sabes dónde están los adornos?

—¡Oh, sí! —Martina irradiaba alegría al subir corriendo a buscar todo.

Durante la siguiente hora ambas se dedicaron a decorar el árbol; Martina comía más caramelos de los que colocaba en las ramas.

—Te vas a enfermar —le advirtió Paula antes de ir a ver quién llamaba a la puerta.

Martina sonrió traviesa a su madre y Paula no pudo ocultar su satisfacción al ver a su hija tan felíz. Tendrían una alegre Navidad aunque no tuvieran todos los adornos. Se tenían una a la otra y, en realidad, eso era lo que importaba.

Aún sonriendo abrió la puerta, aunque la sonrisa desapareció de inmediato al ver a Pedro Alfonso de pie frente a ella. No lo había visto hacía meses, y no pudo ocultar la sorpresa que le causó verlo ahora. Le parecía distinto, más viejo, con arrugas junto a los ojos y más delgado de lo que podía recordar.

—Hola, Paula —saludó él con cierta brusquedad, con un ligero fulgor brillando en el fondo de sus ojos.

—Mmm… hola —respondió ella aturdida, reclinándose en la puerta consciente de repente de su aspecto desarreglado.

—¿No interrumpo, verdad? —preguntó él arrugando el ceño.

—Yo… No. Martina  y yo estábamos decorando el árbol. Yo… ¿quiere pasar? —lo invitó nerviosa. Se daba cuenta de que parte de la vergüenza que sentía ante este hombre se debía a los comentarios que Celina y Juliana habían hecho sobre ellos.

Él dudó un momento; ya había perdido el bronceado con el que lo conoció y su cabello brillaba, dorado.

—¿Estás segura de que quieres que pase?

—Por supuesto —repuso Paula, haciéndose a un lado.

—Mami, yo… —Martina se detuvo al ver quién estaba en la puerta.

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