miércoles, 4 de mayo de 2016

Dos Vidas Contigo: Capítulo 43

-Podrías venir a cenar aquí -le ofreció ella como alternativa.

Él la miró fijamente con todos los sentidos alerta. Había algo que iba mal.

Ella se había distanciado ligeramente, aunque él no sabía el motivo de aquella reacción.

-He venido a cenar unas cuantas veces -dijo él cautelosamente-. Había pensado que podría estar bien arreglarnos un poco y salir por ahí.

-Yo prefiero una velada tranquila en casa. Estoy un poco cansada con el trabajo, las obras de caridad y las responsabilidades familiares. Necesito tiempo para acostumbrarme al cambio. ¿Te importa?

Claro que le importaba, pero no parecía el momento adecuado para ser sincero.

-No -contestó él-. No me importa, pero podría cocinar yo para variar. Ya había pensado en organizar una cena en esa terraza tan deliciosa que hay en la parte de atrás de la casa de invitados.

Ella sonrió y se relajó inmediatamente.

-Sería fantástico. ¿Me dejarías llevar algo?

Él negó con la cabeza y perplejo por cómo se había disipado la tensión de su cuerpo. Repasó mentalmente la conversación para ver si conseguía saber qué había pasado.

-Sólo quiero tu presencia.

Por lo menos estarían solos. Sólo de pensarlo, su cuerpo se olvidó de que tendría que estar sosegándose. Había esperado sinceramente salir de allí antes de que apareciera Pilar, pero se quedaría un rato más.

Media hora después, Pilar no había bajado todavía. Paula fue a ver si le pasaba algo a Pablito, pero volvió y dijo que a su suegra le dolía la cabeza y se había acostado.

-Muy bien -Pedro se levantó y fue hasta la puerta de la sala, donde estaba Paula-. Me iré a casa. Acompáñame hasta la puerta.

Le pasó el brazo por la cintura mientras atravesaban la casa.

-Te acompañaré un poco más -le dijo ella cuando fue a despedirse.

La noche era cálida y olía a hierba recién cortada, madreselva y rosas trepadoras. Eran más de las nueve y casi había anochecido. La luna asomaba su rostro plateado y las estrellas más osadas desafiaban a los últimos rayos del sol.

Pedro la tomó de la mano y bajaron los escalones.

-Es una noche preciosa.

-Ajá -parecía tranquila y despreocupada.

Era evidente que se había olvidado de los momentos tensos después de que le pidiera salir a cenar.

Tenían los dedos entrelazados y Pedro se preguntó si alguna vez ella pensaba en lo distante y cautelosa que había sido cuando se conocieron por primera vez. Él sí lo pensaba y le sorprendía que pudiera estar dando un paseo con la mujer que se había adueñado de sus pensamientos.

Caminaron un rato en silencio.

-Mira -dijo él repentinamente-. Luciérnagas. Yo cazaba docenas de ellas en una noche. Tenía tantas que el frasco estaba siempre iluminado cuando se lo llevaba a mi madre.

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