miércoles, 10 de febrero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 62

Paula se preguntaba si estaría intentando enfadarla a propósito. Para ella no había otros hombres. Su cabeza, su corazón, sus ojos estaban llenos de Pedro y no podía ver más allá.

—Podría irme mejor.

—Ya hemos hablado de eso y sabes que esto será lo mejor para tí… y para mí — tenía los ojos rojos por la falta de sueño, igual que ella.

—No se te da nada bien mentir, Pedro Alfonso. Y menos a mí.

—Bueno, al menos no has malgastado el dinero del helicóptero. Te llevará más rápido que la mula de Shank.

No le había dicho que nadie le había pedido que pagara los gastos del helicóptero, ni que pertenecía a la organización aunque lo habían utilizado a través de un canal que no pudiera relacionarse con el CISI. Ya le había contado más cosas sobre esa parte de su vida de las que le estaba permitido.

Suspiró sin poder controlarlo. Aquello era lo más difícil que había tenido que hacer nunca. Subir a una montaña no tenía comparación con alejarse del hombre que amaba sin que se le notaran en la cara las múltiples emociones que se arremolinaban en su interior.

Inspiró tan profundamente que el aire hizo temblar las aletas de su naríz. Miró las facciones pétreas de Pedro y se preguntó si éste sería consciente de lo que aquello le estaba costando a ella y si le importaría lo más mínimo.

—Te haré la transferencia en cuanto llegue a casa —dijo cuando consiguió que la voz le saliera, frágil como su autocontrol.

Una chispa de emoción brilló en los ojos de Pedro, la primera muestra de sentimientos desde que había llegado al helipuerto.

—Escucha, lo he estado pensando. No tienes que pagarme nada.

—¡No, maldita sea, no! Sin tí, nada de esto habría sido posible —dijo tocando la cadena que colgaba de su cuello—. ¿Te das cuenta de lo que significa, los trabajos, las vidas, las ciudades incluso, que has ayudado a salvar? Esto voy a pagarlo yo. No tú. Vuelve a Nueva Zelanda, construye tu albergue y trata de ser feliz sin mí.

Cuando la presa que contenía sus emociones se rompió, se mordió el labio inferior para evitar que las lágrimas la inundaran.

—Eso ha sido un golpe bajo, osito. Puede que sienta alegría, pero la felicidad no es algo que entre en mis planes futuros. Eso no significa que espere que vayas por ahí dándote golpes de pecho. Lo único que te pido es que no dejes que las muertes de Fernando y Delfina no hayan servido para nada. Que les construyas un monumento conmemorativo que recuerde siempre el que yo construiré para ellos aquí.

Paula consiguió sonreír. Era increíble las veces que los pensamientos de los dos coincidían.

—Estaba pensando en crear becas y una escuela de escalada en la que los niños de ciudad puedan aprender que hay otros rascacielos naturales. Pensé que podríamos darles la oportunidad de preocuparse más por el maravilloso mundo en el que vivimos. ¿Sabes a lo que me refiero? A veces tienes que ver la realidad para aprender a mimarla. Yo lo he aprendido aquí en el Himalaya. Y más. Había aprendido a mimar y querer a un hombre.

—Mac te está haciendo señas. Parece que tienes que irte —dijo Pedro, su gesto serio, el control de sí mismo absoluto.

Paula miró hacia atrás.

—Sí, eso parece… —susurró con voz ronca por las emociones que se agolpaban en su garganta. Pero si Pedro creía que se iría sin darle un beso estaba muy equivocado. Nadie leería nada extraño en un beso de despedida. Era lo que la gente hacía en los aeropuertos.

Paula se puso de puntillas, le rodeó el cuello con una mano y llevó sus labios a los de él, poniendo en el beso toda su alma. Por un momento, Pedro se dejó llevar pero fue sólo un segundo antes de que la apartara de sí.

—No hagas eso. Me estás matando, Teddy.

—Esta no será la última vez que sepas de mí, Pedro Alfonso—dijo Paula antes de darse la vuelta y correr hacia el helicóptero. Cuando estuvo sentada, con el cinturón abrochado y los auriculares colocados, miró por la ventana y vió a Pedro alejándose. Con el corazón en la garganta, le hizo una promesa silenciosa.

«Hablaba en serio. Volveremos a encontrarnos. Soy una luchadora. Tú me lo demostraste cuando me enseñaste que podía alcanzar la cumbre. Esto no es el final».

El helicóptero se elevó. Fuera de la ventana, Pedro se hacía más y más pequeño y el monte Everest presidía el Parque Nacional Sagarmatha. Antes de morir en 1924, Mallory lo comparó con un prodigioso colmillo blanco en la mandíbula del mundo. Y era cierto. Aquella montaña le había perforado el corazón.

A su lado, le llegó la voz de Mac a través de los auriculares.

—¿Has dicho algo?

—Sólo adiós —«hasta que nos volvamos a ver».

El sonido del helicóptero aún flotaba en el aire como cuando Pedro se dió cuenta de que había cometido el peor error de su vida. Dejarla marchar.

Se dió la vuelta y miró hasta que dejó de ver cómo la figura negra desaparecía entre dos picos. Después de todas sus afirmaciones de que sería lo mejor para Paula, ahora se daba cuenta de que se había equivocado. Aunque sus razones seguían siendo las mismas que le había dado en la terraza del hotel, había una excepción, una muy importante: vivir en hemisferios diferentes nunca podría ser lo mejor para los dos.

Pero, si ser consciente del error era una cara de la moneda, buscar la manera de rectificar era la otra.

Estaba claro que aquella mujer lo amaba, pero ¿qué podía ofrecerle él? Nada más que un albergue a medio construir en una de las zonas más hermosas pero menos pobladas de Nueva Zelanda. Tenía que completar el proyecto. Y lo haría aunque tuviera que hipotecar su alma para ello.

No lo conseguiría en un día, ni en sesenta, pero Paula también tenía muchas cosas que solucionar. Estaba seguro de que podría terminar de construir su albergue para cuando ella terminara sus asuntos.

El siguiente problema sería explicarle su radical cambio de postura sin parecer un absoluto imbécil.

Requeriría sutileza pero podía hacerlo. Al contrario que su padre, Pedro Alfonso podía redimirse. Podía aprender de sus errores.

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