lunes, 8 de febrero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 52

Los nervios formaban un nudo en la boca del estómago de Paula a la mañana siguiente. Por fin, lo que había ido a hacer a Nepal estaba a punto de ocurrir. Iba a encontrar a su hermana y la iba a llevar a casa.

Todavía estaba oscuro y las estrellas cubrían el cielo cuando abrió la tienda, aunque ella ya estaba vestida y masticaba una barrita dulce. Había superado el horror a comer barritas de dulce para desayunar siempre que quería. El ejercicio quemaba pronto todas las grasas. De hecho, su cuerpo estaba más delgado y fuerte que cuando llegó.

No podía soportar pensar que cuando llegaran a Namche Bazaar aquel mundo desaparecería. Las montañas se habían metido en su sangre. Parecía que tenía más cosas en común con Delfina de lo que había creído.

¿Cómo podría abandonar aquello para volver al trabajo en una gran ciudad? Había creído que París era su medio, pero se equivocaba. Ir a las tiendas de moda y al ballet seguiría siendo agradable de vez en cuando pero no como algo constante. Había aprendido a ver el mundo con nuevos ojos y las montañas provocaban en ella más expectación que la Torre Eiffel.

Cuando habló con Mac la noche anterior, se había dado cuenta de que éste le había conseguido mucho más de lo que le había pedido. Un Alouette III esperaba su llamada en el aeropuerto de Shyangboche, y él dentro. Probablemente, Mac había ido hasta allí en uno los aviones de la compañía Courier-Air, que también pertenecía a la agencia y utilizaba oficinas desperdigadas en todo el mundo que facilitaban agentes secretos y los medios necesarios para cruzar de un país a otro sin ser vistos. No le había dicho nada de dinero y, por mucho que Juan Hernández lo insinuara, Paula no dejaría que la agencia corriera con todos los gastos.

Incluso antes de saber que el helicóptero estaba disponible, Paula se había debatido entre dos opciones: enterrar los cuerpos donde estaban o tratar de bajarlos de la montaña. Durante el último mes, había comprendido las dificultades que entrañaría bajarlos. Sin duda, los lugareños veían la montaña como una diosa celosa que no quería entregar a aquéllos a los que había tomado en su regazo. Era prácticamente imposible retirarlos.

Era extraña la sensación de que no era ella la que mandaba en su destino sino que dejaba que otros tomaran la decisión. Sin embargo, ella había sido la que había dejado su destino en manos de Pedro. Se preguntaba si él se daría cuenta de ello.

Se alegraba de haber sucumbido la otra noche a los deseos de amarse. Si ocurría lo peor, al menos se había sentido amada. Quizá él no lo había dicho con palabras, pero ella lo había visto en sus cálidas miradas y en sus caricias.

Deseó que Pedro no estuviera tan decidido a llevar hasta el final su decisión de evitar todo contacto físico. ¿Qué le importaba su reputación si no podía estar con el hombre que amaba?

Ya estaba. Lo había admitido. Amaba a Pedro.

Estaba sonriendo para sí cuando Pedro entró en la tienda. Ambos estaban haciendo lo imposible por protegerse mutuamente, pero poner a Pedro en peligro al arrastrarlo hacia el punto de mira de Pablo constituía una mayor amenaza que adquirir mala reputación.

El pensamiento le borró la sonrisa. El gesto serio en el rostro de Pedro parecía esculpido en el hielo que los rodeaba. Sintió que se le erizaba el vello de la nuca al notar la amenaza.

—Pedro, ¿qué pasa?

—Lucas—dijo él con gran disgusto—. Dice que le duele demasiado el corte de la mano para subir con nosotros. Me hubiera gustado mandarlo al infierno y que se quedara en el campamento, pero no me da buena espina el giro de los acontecimientos. La historia se repite.

Su instinto la empujaba a abrazar a Pedro para reconfortarlo. Tuvo que endurecer todos sus músculos para mantener la distancia sobre el hombre que amaba por encima de todo, a pesar de haber tenido semanas para acostumbrarse.

—Bueno, al menos la herida significa que no será necesario dejar que Rei vaya el primero y dejar a Lucas entre él y tú para que pudieras vigilarlo —añadió Pedro—. No puedo evitar pensar cómo subió detrás de nosotros la última vez. Aunque el accidente fuera eso, un accidente, habría preferido tenerlo a la vista. Ahora, una parte de mí quiere esperar aquí hasta que su herida sane.

—Y yo estoy muy contenta de no tenerlo cerca. ¿Volverá al campamento base para ver si allí se cura?

—Eso dice pero no me fío.

—Conozco la sensación. Te prometo que mi confianza se tambaleó cuando recordé que su pueblo era Port Elizabeth. Anoche estuve pensando en la coincidencia. El año pasado, el primo Pablo visitó la fábrica de la compañía en la zona.

Pedro levantó las cejas al oírlo.

—Recordé haberlo visto en el boletín que recibo dos veces al año. Me asusta comprobar todas estas coincidencias —continuó Paula dejando escapar un suspiro de rabia—. Pero es muy frustrante que sigamos sin tener pruebas fiables.

—Nadie dijo que fuera fácil. Lo que no puedo soportar es que yo le hiciera un hueco en mi grupo cuando Mario lo había rechazado. Al menos, Lucas dijo que le había pedido a su compatriota estar en su grupo. Pero ahora no estoy seguro.

Paula sólo quería decirle «te quiero, no te preocupes». ¿Sería capaz de decírselo alguna vez? Su vida estaba en una profunda crisis, y sabía que ni siquiera cuando recuperara la llave su vida no estaría segura hasta que lograra encontrar los papeles que Magui había guardado en la caja y el primo Pablo fuera a la cárcel.

Hasta entonces, tendría que estar lejos de Pedro.

Una larga separación. El gran neozelandés había decidido que era inevitable porque pensaba que lo estaba haciendo por su propio bien, aunque ella no lo hacía por el bien de él. Qué ironía.

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