viernes, 5 de febrero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 48

—¿Es eso lo que te preocupa? ¿Que los Martínez fueran asesinados? ¿Por quién? Por mí, ¿verdad? ¿Es eso lo que piensas? —dijo él expandiendo el pecho al tiempo que se quitaba el gorro y se pasaba los dedos por el cabello mientras ella lo miraba—. Claro, muy lista. Seguro que lo pensabas mientras yacías desnuda a mi lado y dejabas que te hiciera el amor —dijo con disgusto—. ¿Cómo has podido pensar algo así?

—¡Pedro, no! Nunca pensé que hubieras sido tú. Eran tus amigos, no podrías hablar de ellos como los haces si los hubieras matado. Tu sinceridad estaba en tu voz —dijo ella cerrando a continuación los ojos; pero no podía confesar sus pecados sin mirarlo, tenía que dejar que la mirara a los ojos y supiera la penitencia que tenía que cumplir y tal vez allí encontrara la respuesta—. Pedro, al contrario que yo, en tí sólo hay sinceridad —empezó tras abrir los ojos—, mientras que yo haría cualquier cosa para evitar que esto saliera de aquí, aunque eso significara tener que mentirte. Es parte de mi trabajo. No era broma. Trabajo para una organización de la que no habrás oído hablar porque es secreta, pero no te mentí porque creyera que estabas compinchado con el primo Pablo. Tu integridad ha quedado más que clara.

Pedro le tomó las manos y su forma de sacudir la cabeza decía que no sabía que hacer con ella.

—Dime lo que sabes. Éste no es momento para ese tipo de confidencias sobre nuestras vidas privadas.

La respiración de Paula se volvió entrecortada y el pulso comenzó a acelerársele ante el súbito contacto prohibido hasta entonces. Su cercanía la hacía temblar.

Le parecía que había pasado una eternidad desde que sintiera su aliento en la cara la última vez. Hacía sólo dos días que se había afeitado y a su piel asomaban ya las puntas de una barba incipiente. Deseaba sentir la piel rasposa en sus mejillas, deseaba tocarla con sus propias manos.

Se preguntó si Pedro podría leerle en su rostro, saber lo que estaba pensando.

—Hemos intimado bastante. Deberías habérmelo dicho.

Paula le pasó un dedo por el hoyuelo de la barbilla.

—Tienes que creerme, Pedro. Nunca te consideré una amenaza para mí, ni siquiera cuando me recibiste con el cuchillo. Y cuando empecé a conocerte, descubrí que nunca matarías a nadie a sangre fría.

—No estés tan segura. Podría matar, pero sólo para proteger lo que es mío, nunca por dinero —dijo él haciendo una pausa antes de continuar—. Porque hablamos de eso, ¿no? Piensas que ese primo tuyo, Pablo, habría pagado a alguien para matar a tu hermana y a su marido.

—Sí.

—Olvídalo. Puede que tu primo haya pagado a alguien, pero no es lo que ocurrió ahí arriba. No pudo ser. Yo los vi caer, oí sus gritos, y no vi a nadie más hasta que me encontré con Lucas, que subía a nuestro encuentro. Pienses lo que pienses, fue un accidente.

Paula frunció el ceño.

—Y no me mires así, como si no supiera de lo que hablo —dijo él tensando los labios—. Los oí golpearse al caer, muchas veces. Fernando no decía nada, pero Delfina pasó a mi lado gritando. Todavía la oigo. Tuve que descender para estar seguro. Los dos estaban muertos, no tenían pulso.

Paula  deseaba reconfortarlo, quería abrazarlo y borrar su dolor, pero lo único que sentía que le estaba permitido hacer era acariciarle la cara y frotarle el hombro con la palma.

—Lo siento. De veras.

Se encogió de hombros rechazando la caricia como si fuera demasiado tarde para las condolencias. Tal vez demasiado tarde para ellos dos.

—Lo que no comprendo es por qué Delfina  no se lo dijo a Fernando. Vale, ya he visto que tú no me lo querías decir. Éramos extraños —su voz era apenas un susurro—. Pero Fernando era su marido. ¿Cómo no se lo dijo?

—Ya has leído su carta —dijo ella también susurrando—. Quería que Fernando disfrutara de su ansiada aventura a la cumbre del Everest. Fernando tenía mucho dinero, tal vez más que ella. Quiero comprender sus motivos. ¿Qué podía darle que no pudiera comprar?

Pedro  apretó la mandíbula, inspiró profundamente y la miró a los labios mientras respondía.

—Amor. Podía darle amor.

—Ya lo tenía.

—Eso habría sido suficiente para Fernando. Era ese tipo de hombre.

Y, por algún motivo, en el momento en que sus voces fueron haciéndose menos audibles, sus cuerpos fueron acercándose buscando, automáticamente, la intimidad que habían compartido en el Ama Dablam… hacía un millón de años.

Pedro extendió la mano y le tomó la nuca para atraerla hacia sí. El viento zarandeaba el pequeño universo en el que se hallaban, haciendo que sus sombras bailaran recortadas sobre la tela de nylon.

—Pedro, pueden vernos desde fuera.

La carta cayó al suelo cuando Pedro se estiró para apagar la luz de gas. Tenía la respiración entrecortada. Su olor masculino brotó del cuello de su anorak cuando se inclinó hacia ella. La luz del frontal de Paula  le hacía daño en los ojos y ella se giró pero Pedro se lo quitó de la cabeza y lo tiró lejos. La única luz que había en la tienda estaba en lo alto de la tienda e iluminaba hacia arriba, como un faro.

—Apenas puedo verte.

—Dentro de poco no será necesario.

Y diciendo eso, se quitó el otro guante y lo tiró al suelo. Paula notó las manos de Pedro en sus mejillas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario