lunes, 8 de febrero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 54

Miró hacia el interminable azul del cielo desnudo de nubes. Todo era blanco y azul aparte de un objeto negro que sobresalía del borde. ¿Habría estado todo ese tiempo el piolet de Fernando ahí?

Pedro se dió cuenta de su error cuando lo vió moverse. Lo sostenía una figura vestida de blanco de forma que era invisible en la nieve pero no ocurría lo mismo cuando se recortó contra el cielo azul. ¡Blanco! ¡Ahí estaba el yeti que había visitado a Paula por la noche! ¿Cómo habría conseguido Lucas adelantarlos?

Pedro vió cómo el tipo apuntaba no hacia él sino más abajo, hacia Paula, que había comenzado a descender por el corredor. El corazón se le subió a la garganta, latiendo con violencia mientras un grito de advertencia se formaba en su laringe. A continuación, sin tiempo para pensar en su propia seguridad, lanzó uno de sus piolets, que fue a clavarse en el hombro del tipo.

Un rifle se disparó pero el sonido no fue sino un leve gimoteo en vez del sonoro estallido que esperaba rasgara el aire del corredor en el que se encontraban. Ocultándose bajo la repisa a la espera de ser el siguiente objetivo, escuchó un grito y un par de golpes contra el hielo como una piedra lanzada sobre la superficie tranquila de un lago.

Reconoció lo que era, lo recordaba perfectamente de la última vez que lo había vivido en el mismo lugar. Alguien estaba cayendo. De la garganta salió con toda la fuerza que sus pulmones le permitían el sonido de un nombre.

—¡Paula!

Miró hacia abajo y volvió a respirar tranquilo. Paula seguía en el mismo punto donde la había visto la última vez, en el extremo de la cuerda que Rei iba dándole. El tipo que estaba cayendo por la montaña era un bulto blanco que no dejaba de maldecir y gritar mientras bajaba, y bajaba, igual que les había ocurrido a Fernando y a Delfina.

—No se muevan. Voy a bajar —gritó a continuación a los dos. Paula debía de estar conmocionada. Él ya había pasado por ello y no le deseaba a nadie la sensación de paralización que invadía cuerpo y alma mientras se observaba cómo otra persona se despeñaba.

Desde la repisa plana no tenía más que dar dos pasos y un pequeño salto y estaría en el borde superior. Las sacas azules que contenían las cuerdas estaban cubiertas de hielo pero eran visibles. Se puso en pie y comenzó a buscar pruebas hasta que encontró una pequeña mochila blanca también. El tipo había subido allí para algo, y era evidente que no había planeado quedarse mucho tiempo, porque la mochila no era lo suficientemente grande para llevar lo necesario para pasar la noche en el hielo.

El piolet que había al lado era el suyo. Había sangre en la punta y alguna se había filtrado en la nieve pero ya estaba congelada. Se inclinó para recuperar ambas cosas.

Entonces, una segunda figura también vestida de blanco estaba prácticamente encima de él antes de que pudiera darse cuenta. Pedro dejó caer la mochila y tomó el piolet en la mano.

—No te acerques. He reducido a tu amigo y haré lo mismo contigo sin pensármelo dos veces.

El hombre levantó los brazos, uno de ellos en gesto de rendición, y con el otro se quitó la máscara que le cubría el rostro.

—¡Lucas Nichols! —dijo Pedro sin aliento. Estaba seguro de que Lucas era el hombre que yacía muerto al fondo del corredor.

Y si no era así, ¿a quién demonios había matado?

—¡No te muevas! No des un paso más, Lucas, y deja las manos donde pueda verlas —dijo Pedro sorteando las sacas con cuerdas que había ido a buscar. Un río de sudor helado serpenteó por su espalda. Pedro estaba de espaldas a la entrada al corredor y no estaba a lo que él denominaría una distancia prudente. Dos veces ya había visto que el descenso podía ser veloz y fatal.

—No es lo que piensas, Pedro. Estaba siguiendo a Mario.

—¿Qué quieres decir con que estabas siguiendo a Mario Serfontien? Cuando estábamos en el campamento tres se supone que tú debías estar bajando hacia el base debido a una herida en tu mano. La primera vez que me engañaste, te inventaste un problema de estómago. Esta vez fue un corte que te impedía subir. ¿Cuántas mentiras más esperas que me trague?

—No eran mentiras, sino excusas —dijo Lucas encogiéndose de hombros—. Llevo casi un año siguiéndolo, en Sudáfrica y aquí.

Pedro se golpeó la mano con el piolet. El eco del sonido atravesó el aire helado. Se había separado de Lucas lo suficiente en caso de que la conversación se convirtiera en una pelea y se encontraba a unos dos metros y medio de distancia, más cerca de lo que había estado de Mario, demasiado cerca para errar el tiro.

Entornó los ojos para estudiar a Lucas Nichols, un hombre al que una vez había confiado su vida.

—Pero deberías saber que Mario se dirigía a la cumbre por la pared del Lhotse. Eso está bastante alejado de la ruta que nosotros pensábamos tomar. Podías haber buscado un grupo mejor que el mío al que unirte. Yo te hice un favor y tú muerdes mi mano.

Sopesando la distancia que los separaba, Pedro separó las piernas en busca de un mejor equilibrio y clavó los crampones para evitar caer al suelo en caso de que Lucas se le echara encima.

—Otra cosa, aún no me has dicho qué era eso tan importante que te ha llevado a seguir a Mario Serfontien desde Sudáfrica —añadió.

—Es mi trabajo. Yo era agente de la Comisión de Reconciliación de Sudáfrica hasta que ésta cesó. Ahora, un nuevo organismo secreto me ha contratado —Lucas se detuvo pero no le puso nombre al organismo del que hablaba.

—Seguro que te has dado cuenta de que Mario Serfontien es un exmilitar — continuó Lucas—. Probablemente, el ejército era su lugar natural. Incluso Mario significa «pequeño jefe» —Lucas se llevó las manos a los bordes de su capucha—. ¿Te importa que me la quite? Estoy sudando como un cerdo.

—Como quieras. Recuerda que el filo de este piolet será letal en cualquier parte de la cabeza. Piensa en ello antes de hacer ningún movimiento.

—No soy estúpido.

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