viernes, 5 de febrero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 46

Paula cruzó el suelo sembrado de artículos de acampada lentamente, pero hizo lo que Pedro le decía. La luz se balanceaba en el clavo donde estaba colgada la linterna y cada vez que iluminaba la cara de Rei, veía que le sonreía.

No hacía falta ser vidente para darse cuenta de lo que estaba pasando. Salir en busca de Pedro la había dejado al descubierto. Hasta un ciego se daría cuenta de que sentía algo por él.

Al menos, Rei era una persona en la que podían confiar. En el fondo, el sherpa era sincero. Rei nunca habría sembrado un rumor en contra de Pedro.

Y cuando estuviera a solas con Pedro, tal vez podría reunir el coraje para decirle lo de la llave. ¿Cómo podría hacerle comprender que no habían sido imaginaciones suyas? Si lo pensaba, la mano era blanca, también. Quienquiera que había intentado entrar en su tienda no habría tenido que hacer más que tumbarse en la nieve para pasar inadvertido.

Decirle a Pedro lo de la carta de Delfina  y el primo Pablo no iba a ser fácil. No quería que dejara de confiar en ella ni que pensara que su motivo para estar allí arriba fuera el dinero. Por difícil que le resultara de creer para Pedro, Paula tenía la desagradable sensación de que alguien en esa montaña quería verla muerta.

¿Qué se suponía que tenía que hacer un hombre en una situación así? Pedro no dejaba de darle vueltas mientras tiraba el saco en la tienda de Paula y a continuación entraba él. Por si fuera poco, estaba totalmente excitado, preparado para jugar un rato con ella.

Pero sus necesidades físicas tendrían que esperar. Su primera obligación era descubrir si realmente Paula había sido víctima de un ataque frustrado con un cuchillo. Y en caso de ser así, ¿qué podían hacer?

No podía dejar de pensar en el incidente con el puente de aluminio. ¿Por qué sólo el último peldaño estaba tan gastado? Había comprobado los demás y todos estaban bien.

Rei lo había arreglado con un cordón de acero que llevaba entre los aparejos. El último peldaño de un puente era precisamente en el que la gente dejaba de mirarse los pies para mirar el suelo firme.

Oyó que Paula entraba en la tienda y cerraba la cremallera.

—Deja eso y quédate donde estás hasta que encienda la luz.

Pedro  se quitó el guante tirando con los dientes y buscó las cerillas. En un momento, la lámpara despedía una luz con la que se podía ver con los frontales. El suelo estaba muy recogido en comparación con su tienda, claro que ella no la compartía con dos hombres más. La tienda se sacudió como si estuvieran en una tormenta en el mar. Pedro le lanzó a Paula el saco.

—Toma. Envuélvete en él si tienes frío pero no te quites las botas por si tenemos que salir corriendo —dijo él.

—Quiero hablarte de lo que ha ocurrido antes —dijo Paula manteniendo una prudente distancia pero desde la que se podía ver su gesto frustrado.

—Ya sabía yo que llegaríamos a esto. ¿Algún motivo para sentirte incómoda mientras lo hacemos? —dijo él pero en ese momento una fuerte sacudida los golpeó y, sin pensarlo, se dirigió hacia el clavo más cercano y apoyó todo su peso sobre él—. Sujétate bien y apóyate sobre otro clavo hasta que pase —tenía que gritar para hacerse oír.

La luz se balanceó haciendo que sus sombras parecieran distorsionadas sobre la tela amarilla de la tienda. El doble techo de la tienda se agitaba violentamente haciendo un ruido muy molesto. Pedro lo miró con el ceño fruncido. Era culpa suya porque le había dicho a Paula que no se preocupara de cerrarlo. El viento aullaba y veía cómo el suelo de la tienda se levantaba del suelo.

Una de las polainas de Paula se escurrió hacia el medio de la tienda acompañada de algo más… un cuchillo. Desde luego, no era para alegrarse mucho.

—Mira hacia la puerta. ¿Ves lo mismo que yo?

—Una de mis botas y… ¡Dios mío! Le tiré mi bota. Debo de haberlo golpeado — dijo ella alargándose para tomarlo.

—No, Paula, ¡espera! Es la única prueba y no te servirá de nada si salimos volando encima de esta montaña.

Ninguno decía nada. Sólo miraban el cuchillo como temiendo levantar los ojos por si desaparecía. De pronto, el viento se calmó lo bastante para que el clavo que sujetaba Pedro dejara de temblar.

—¿Tienes una bolsa de plástico?

—¿Para qué? —preguntó Paula desviando la mirada del cuchillo.

—Esto podría ser una prueba —dijo él señalando hacia el cuchillo—. ¿Nunca te he dicho que mi padre era policía?

Paula se humedeció los labios y los apretó. Su mirada pareció titubear bajo la tenue luz como si estuviera sopesando los pros y los contras antes de decir nada. Pedro no podía culparla después de la forma en que la había recibido antes.

—Creo que el hombre llevaba guantes también, blancos.

—¿Qué demonios está pasando? —dijo él sacudiendo la cabeza sin poder deshacerse de la idea de que alguien quería matarla. ¿Pero por qué?

En los minutos siguientes ninguno de los dos dijo nada. Sólo miraban el cuchillo. Pedro sufría viendo a Paula de esa manera. Ya tenía bastante por lo que preocuparse. Bajar a su hermana de la montaña, para empezar.

—¿Guantes blancos? Entonces no pudo tratarse de un yeti. Creo que ellos los llevan negros este año —dijo con la intención de borrar la expresión de su rostro con la broma.

No hay comentarios:

Publicar un comentario