lunes, 8 de febrero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 50

Paula  estaba sola cuando se despertó al amanecer. Se giró y palpó el interior del saco de Pedro. No estaba frío y pensó que no debía de hacer mucho tiempo que se había levantado.

Se sentó y entonces se dio cuenta de que no había sido la luz del sol lo que la había despertado sino el silencio. El viento ya no soplaba y era consciente de que Pedro ya no la dejaría seguir subiendo ahora que sabía la historia.

Habían hecho el amor, sí, pero había ocurrido de forma instintiva, sin atender a razonamiento alguno. ¿Qué pasaría si Pedro hubiera decidido que tenía que hacerla bajar de la montaña para que estuviera más segura? Tenía que convencerlo de que estaría más segura a su lado, logrando su objetivo, que en una ciudad llena de gente donde un matón a sueldo podría sorprenderla en cualquier momento.

Sí, estaría mejor allí aun en el caso de que el hombre al que había golpeado con la bota estuviera pagado por el primo Pablo. Ése era el problema de que Pedro pensara que tenían que sospechar de alguien del campamento: lo obvio podía nublar la verdad. No eran los únicos que se habían quedado en el campamento debido al tiempo, pero ninguno tenía intención de subir por la ruta abierta por la expedición americana en 1963. Cuando Pedro y ella se dirigieran hacia el oeste, los demás enfilarían hacia la pared del Lhotse.

Paula se aseó con las toallitas húmedas y había terminado cuando Pedro entró en la tienda. Durante un momento, quedó paralizada al darse cuenta de que no habían utilizado preservativo. Cuanto más pensaba en ello, menos la preocupaba la posibilidad de estar sola y embarazada. Pedro no era el tipo de hombre que abandonaría a su hijo y, si las cosas iban a peor, tenía dinero para mantenerlo ella sola.

De pronto, recuperó el buen humor. Estaba haciendo una montaña de un grano. Acababa de terminar el ciclo, otro motivo por el que agradecía infinitamente el baño que se había dado en el campamento base.

Pedro llegaba con regalos.

—Gracias —dijo ella aceptando la taza de té—. ¿Cómo han pasado los demás la noche?

—Bueno, creo que no tan bien como nosotros, pero podría haber sido peor. Algunos cortes y golpes, nada grave —dijo él poniéndose en cuclillas junto a ella con su taza azul en la mano.

—¿Podremos salir mañana? —preguntó ella contiendo el aliento.

—Claro —replicó él—. El tiempo será bueno. Cielos claros todo el camino. Saldremos pronto y, con las cuerdas fijas que ya hemos instalado, podríamos llegar en un día fácilmente. Aunque tendremos que pasar la noche donde están Fernando y Delfina y mover sus cuerpos al día siguiente. He intentado organizarlo pero siempre acabo con dolor de cabeza.

—Tengo que decirte otra cosa.

Aunque Pedro estaba en cuclillas, Paula vió que se ponía rígido, como si se preparara para lo peor. Aquello no era bueno para su relación. Tomó la decisión de no volver a ocultarle nada nunca más.

—Esta vez son buenas noticias. Llamé a la organización para la que trabajo y me prometieron conseguirme un helicóptero.

Pedro apretó la taza hasta que los nudillos se pusieron blancos.

—¿Y me lo dices ahora? ¿Tienes idea de lo difícil que será? ¿De lo arriesgado y caro?

—Sí, lo sé. Todo. No te preocupes por el dinero.

Pedro no dijo nada. Se limitó a mirarla con gesto severo.

—No me mires así —protestó ella—. No se trata de alardear de mi dinero. Puede que no sea más que un pequeño engranaje en la organización, pero valoran mis aptitudes y quieren ayudarme. Comprendo la dificultad que entraña bajar los cuerpos de la montaña pero si esto puede evitar más muertes… —se atragantó al pensar que algo malo pudiera ocurrirle a Pedro. ¿Acaso estaba pidiendo demasiado por no querer perderlo?

—Tienes razón. Debería haber pensado en ello. Y sé que no alardeas de tu dinero. Ni siquiera piensas en ello la mitad del tiempo y yo desearía no tener que hacerlo —dijo él poniéndose en pie y mirándola—. Menos mal que no vamos a salir hasta mañana. Te traeré el teléfono por satélite. ¿Crees que puedes contactar con ellos?

—Sí, trabajo con él. No me hagas demasiadas preguntas.

—Como quieras —dijo él saliendo de la tienda.

Mientras Pedro estuvo fuera, Paula empezó a recoger el interior de la tienda. Habías cosas por todas partes y lo primero que guardó fueron las toallitas y el frontal. Ya había enrollado los sacos cuando se encontró la bolsa en la que estaba el cuchillo.

A la luz del día, el poder letal del arma lucía en su esplendor. No pesaba tanto como ella habría esperado de un cuchillo de caza. La hoja era fina, como si la hubieran afilado a menudo para mantenerla en perfecto estado.

Había una inscripción en ella pero no podía verla a través del plástico. Con cuidado para que no quedaran las huellas la sostuvo igual que Pedro había hecho la noche anterior. A la luz pudo leer el sello del fabricante en la parte más ancha de la hoja. Por un momento pensó que iba a desmayarse. Tuvo que leerla de nuevo para cerciorarse de lo que ponía. Fabricado en Sudáfrica.

Las piezas casaban. Aparte de Pedro y los sherpas, lo único que se repetía en ambas expediciones era Lucas Nichols. Y pensar que aquel hombre le gustaba. Se avergonzaba de no haber tenido mejor ojo.

Cuando Pedro entrara en la tienda se lo diría. Tenían que estar en guardia. Durante semanas, había estado subiendo seguida de Lucas. Sería una tortura continuar el orden en la cordada sin dejar de darse la vuelta para vigilarlo.

Su mente bullía con montones de preguntas. ¿Desenmascararían a Lucas en ese momento o esperarían a que intentara otro ataque? Le dolía la cabeza de pensar en las precauciones que tendría que tomar para mantenerse a salvo.

Pedro sabría lo que hacer. No importaba que sus dotes para leer a las personas le hubieran fallado con Lucas; con Pedro no se equivocaba. Le había confiado su vida y seguiría haciéndolo. Nada la podría convencer de que no era uno de los buenos.

Justo cuando llegaba a la conclusión, su «hombre bueno» en cuestión entró en la tienda cubriendo con sus hombros la entrada. Llevaba en la mano el teléfono.

Eran unos hombros en los que podía apoyarse, aunque sólo fuera metafóricamente. Sabía que, en cualquier momento, Pedro insistiría en volver al comportamiento amigable y todo el contacto físico quedaría prohibido. Al menos, habían tenido la noche anterior.

Pedro miró el cuchillo que se balanceaba en las manos de Paula y suspiró.

—No deberías jugar con eso. Tiene que estar en lugar seguro hasta que saquen las huellas. Eso probablemente sea en Estados Unidos.

—Lo haré, cuando leas lo que pone en él. Creo que la hoja es la pista que necesitamos.

—Maldita sea —dijo Pedro, después de leer la inscripción—. Esto explicaría por qué Lucas llevaba un vendaje en la mano derecha cuando salí a buscar el teléfono.

No hay comentarios:

Publicar un comentario