viernes, 5 de febrero de 2016

Una Pasión Prohibida: Capítulo 47

Paula lo miró de forma inequívoca antes de dar un paso en dirección a su mochila.

—Tengo una bolsa en la que guardo el cepillo y el peine.

Pedro tomó el cuchillo con la punta de los dedos índice y pulgar enguantados y el corazón le dio un vuelco cuando Paula le dijo:

—¿Pedro? Se parece mucho al tuyo.

Pedro se llevó la mano libre al cinturón donde solía llevar su cuchillo pero no lo llevaba.

—Maldita sea —dijo en voz alta—. Te juro que el mío está en la tienda. Me lo quito para dormir.

—Sé que no pudiste ser tú. No iba vestido de rojo.

Pedro deseó que Paula hubiera tenido otro motivo para creer que no había sido él.

—Podría haberme cambiado —dijo él con una sonrisa aunque no estaba para bromas.

Paula exhaló un largo suspiro al tiempo que le tocaba el brazo.

—¿Quieres que sospeche de ti?

—Lo que quiero es que no des nada por sentado, ni siquiera a mí.

La puerta comenzó a agitarse de nuevo en un golpe de viento. Se decía que los condenados no disfrutaban de paz.  Pedro dobló un poco los hombros para evitar que su cabeza rozara el techo y enfocó la cremallera con su frontal. Se acercó un poco pero se detuvo de golpe.

—Hay sangre en la cremallera y parece reciente.

—Debió de ser con la bota. Parece que tuve mejor puntería de lo que creía. Perforé su guante y por eso tiró el cuchillo.

Pedro  levantó la hoja y la miró detenidamente. Al igual que el suyo, se trataba de un cuchillo de caza, mango de hueso y hoja ancha. No necesitaba hacer ninguna prueba para saber lo afilado que era.

—Puede que vuelva a buscarlo.

Paula  lo miraba con la boca entreabierta. Pedro estaba lo suficientemente cerca como para ver el círculo gris que rodeaba el iris de sus ojos. Paula no parpadeó al preguntarle:

—¿Qué crees?

—Creo que será mejor que me cuentes por qué no te sorprende que alguien quiera matarte.

Paula no tenía opción. Tenía que contarle a Pedro toda la historia y les iba a doler, a los dos. No sabía por qué había dejado que la cosa se alargase tanto sin haberla solucionado antes. Delfina le había dicho en su carta que estaba nerviosa, como si alguien la estuviera observando.

¿Qué pasaría si ese alguien estuviera realmente en el monte Everest en ese momento?

—Pedro, hay algo que debería decirte —Paula comenzó a abrirse el anorak lentamente.

Posponer las cosas no era lo que Paula Chaves solía hacer y lo sabía, aunque, a veces, no tenía muy claro por qué se comportaba como lo hacía. Tal vez fuera miedo. Siempre se había considerado una mujer valiente. ¿Qué había cambiado?

Tal vez si no le prestaba atención desaparecería pero aquélla sería una actitud muy cobarde. ¿Qué hacía que aquel obstáculo fuera diferente para no querer sortearlo? ¿Por qué no había recurrido a Pedro en busca de ayuda, el hombre que la había hecho sentirse como una mujer, el hombre que había hecho lo indecible por defender su buen nombre?

Pero, en vez de eso, había llamado a Mac a la agencia. Se preguntó si Pedro se lo tomaría como un golpe.

Se quitó entonces los guantes y se sacó la carta de Delfina del bolsillo interior. Su respiración formó una nube de vaho.

—Es la carta que recibí de Delfina poco antes de que muriera.

Pedro metió el cuchillo en la bolsa y lo dejó junto a la mochila de Paula. Iluminó el trozo manoseado de papel con el frontal. Paula la había leído más de cien veces en busca de alguna pista, esperando encontrar algo escrito entre líneas, sin éxito.

Lo que la hizo pensar en la carta de Magui. Se preguntó dónde estaría oculta. Tal vez entre las posesiones de Delfina, su mochila o tal vez en su ropa. Paula deseó que su hermana hubiera sido más explícita con el contenido de la carta.

Observó cómo Pedro pasaba a la segunda página y sujetando las dos páginas dejó caer el brazo a un lado.

—Maldita sea, Paula. Deberías habérmelo contado antes —dijo él con tono de exasperación—. ¿No ves que cuanta más gente sepa que estás amenazada menos poder tendrá sobre tí y más segura estarás?

Sus ojos eran dos piedras negras y cálidas, encendidas por la marea de sentimientos que contenían. Una ola de furia descontrolada era lo que Paula esperaba. Aun sabiendo que la respuesta era afirmativa, preguntó.

—Después de leer la carta, ¿Sigues pensando que las muertes de mi hermana y Fernando fueron un accidente?

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