domingo, 2 de agosto de 2015

Tentaciones Irresistibles Parte 2: Capítulo 80

Pedro esperó hasta que el oficial de policía que había en la sala de urgencias saliera a tomar un café para entrar a la habitación de Facundo.
Facundo estaba en la cama, con los ojos cerrados. Había dos botellas de líquido conectadas a la vía que tenía en el brazo. Pedro se acercó a la cama y se inclinó hasta que su rostro estuvo junto a la oreja de Facundo. Después puso una mano sobre su pecho y la otra sobre su boca.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó, presionando la nariz de Facundo lo suficiente para dejarle claro que respirar era un privilegio, no un derecho—. ¿Estás ya de bajada de esa basura que tomas? ¿Te escuece la piel o aún te encuentras bien?
Facundo abrió lo ojos de par en par. Su rostro se tensó de pánico y respiró más deprisa, pero fue lo bastante listo como para no forcejear.
—Voy a explicarme muy clarito —dijo Pedro—. Podemos hacer esto de la manera fácil o de la difícil. Asiente si has entendido.
Facundo asintió.
—¿Tienes alguna duda de que podría matarte si quisiera?
Facundo negó con frenesí.
—¿Quieres vivir?
Facundo  asintió.
—Ahora vendrá a verte una persona. Es abogado. Un tipo muy caro con traje elegante que lo sabe todo sobre leyes. Va a traerte unos papeles para que los firmes, y los firmarás. ¿Lo entiendes?
Facundo asintió de nuevo.
—Bien. Cuando la policía te suelte, espero que tras una larga estancia en la cárcel, te marcharás de Seattle y no volverás nunca. Dejarás en paz a Paula y a Luz. Nunca volverás a ponerte en contacto con ellas. ¿Esta claro?
Facundo asintió.
—Por si crees que puedes incumplir el trato, te aviso que la cárcel es un lugar peligroso. Eres un tipo delgadito, Facundo. Un tipo grande podría hacerte la vida muy difícil allí dentro. Y conozco a muchos tipos grandes. ¿Está claro?
Facundo asintió con tanta fuerza que casi se golpeó el pecho con la barbilla.
—Suponía que verías las cosas a mi manera —le dijo Pedro. Se enderezó, lo soltó y salió de allí.
Después de que todos se fueran, Paula se tomó el calmante y fluctuó entre la consciencia y la inconsciencia durante unas horas. Cuando por fin se despertó, vio a un hombre muy bien vestido sentado junto a su cama.
—¿Lo conozco? —preguntó, atontada.
—No nos han presentado formalmente. Soy Jeremy Fitzwalter —dijo, con un leve acento británico—. Pedro Alfonso contrató a mi firma para que solucionara su problema con el padre de Luz. He venido a entregarle unos documentos —le tendió una carpeta y sonrió—. Creo que le gustará lo que hay dentro.
Ella miró la carpeta y luego a él. Recordaba haberle pedido a Pedro que buscara un buen abogado, pero no sabía que lo había hecho.
—Estoy un poco atontada. ¿Podría decirme qué es?
—Sí, desde luego. Dadas las circunstancias, es lógico. El padre de Luz ha renunciado a todo derecho sobre la niña. Tanto de custodia como de visita. A cambio, usted no le solicitará ayuda económica. Accede a no ponerse en contacto con usted ni con Luz. Pero estará de acuerdo con ver a Luz si ella lo solicita después de haber cumplido los dieciocho años.
Paula  se frotó la sien y deseó dejar de sentir la cabeza hinchada como un globo. El brazo roto latía al ritmo de su corazón y sentía el estómago y el pecho como un enorme cardenal.
—Facundo no volverá —dijo, incapaz de creerlo—. ¿Está seguro?
—Del todo. Ya no tiene ningún poder sobre usted. Nunca podrá conseguir la custodia de Luz ni amenazar con verla. También me dijo que le pidiera perdón por lo ocurrido. Había tomado una droga que le hizo perder la razón —Jeremy se acercó más a ella—. Ha terminado con él, señorita Chaves. Es libre.
Paula no supo qué hacer con la información. Seguía intentando procesarla cuando su madre llegó con Luz a última hora de la tarde.
—Mami, mami, ¡tienes un yeso! —Luz tocó el yeso—. ¿Duele?
—El yeso  no. El brazo duele un poco. Pero eso no significa que no quiera un abrazo.
Su madre subió a Luz a la cama y la niña la abrazó con todas sus fuerzas.
Paula pensó que debía de haber sido una experiencia horrible para su hija. Tal vez Luz empezara a tener pesadillas. Quizá debería llevarla a un terapeuta.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó, cautelosa.
—Bien —Luz le enseñó un par de cardenales—. La señora Ford me leyó tres cuentos y la abuela me hizo galletas. Yo quería traerlas, pero la abuela dice que es mejor esperar a que vuelvas a casa mañana. Pero a lo mejor podríamos quedarnos con los abuelos unos días. ¿No sería lo mejor? Allí tengo sábanas de princesas.
—Lo recuerdo —dijo Paula, mirando a su madre.
—No hace falta que vengas a casa si no quieres —su madre encogió los hombros—, pero pensé que mientras te acostumbrabas al yeso...
—Sería fantástico, mamá —le aseguró Paula—. En serio. Gracias. No sabía cómo iba a poder apañarme con el yeso, el dolor y todo...
—Perfecto.
—¿Estás mejor, mami? —Luz se movió para poder apoyarse en el brazo bueno de su madre.
—Lo estaré. ¿Y tú? Ese hombre... —Paula no sabía qué decir sobre Facundo—. No volverá a molestarnos.
—Está bien, mami. Sé que no es mi padre.
Paula contuvo un gemido. ¿Cómo iba a explicar las complejidades de su relación con Federico?
—Cielo, lo cierto es que... —empezó. Calló de repente. No tenía palabras para explicarse.
—Ese hombre malo no es mi papá porque no me quiere —dijo Luz sonriente—. Querer a una niña es lo que convierte a un hombre en su papá. Ahora mi papá es Pedro.
Paula miró a su madre, que enarcó un ceja e hizo un gesto de impotencia. «Toda tuya», parecía decir.
A Paula la situación le habría hecho gracia si no le doliera todo tanto. Tuvo ganas de echarse a llorar.
—Luz, Pedro es un hombre muy bueno, pero...
—Es mi papá —afirmó su hija—. Sé que lo es. Él me lo dijo y los papas no mienten.

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