miércoles, 19 de agosto de 2015

Tentaciones Irresistibles Parte 3: Capítulo 50

— Estás ocupado y tengo que ir a casa. Ha sido estupendo, pero…
Él se levantó y la agarró de la mano. Ella intentó zafarse, pero él no la dejó. Se le oscureció más la mirada sombría, pero no en el mal sentido, sino como si ardiera sin llama. ¿Qué le pasaba? Se preguntó ella. Era una pregunta ridícula, lo que le pasaba medía dos metros, era puro músculo y con un atractivo físico que la dejaba temblando.
—No soy tu tipo —dijo él mirándola fijamente, como si quisiera adivinar lo que estaba pensando.
Ella abrió la boca y volvió a cerrarla. ¿Qué podía decir a aquello? Él se acercó un paso más. La humillación era inevitable. ¿Por qué no acabar con aquello para que pudiera tocar fondo y empezara a intentar reponerse?
—Jamás, ni en un millón de años, te gustaría alguien como yo —siguió él—. Crees que soy superficial e inútil.
—Eso no es verdad —replicó ella como impulsada por un resorte—. Creo que tú…
Siempre había oído decir que las personas usaban menos del diez por ciento de su cerebro y eso dejaba mucho terreno inexplorado. De repente, su undécimo porcentaje cobró vida.
—Crees que no me gustas —siguió ella casi sin creer que fuera verdad—. Tienes miedo de que crea que ocupas un espacio estéril.
—No tengo miedo. Me has dicho exactamente eso de todas las formas posibles.
Efectivamente, se lo dijo la primera vez que se conocieron. Sin embargo, ¿qué podía importarle su opinión? No existía la más mínima posibilidad de que ella le gustara, ¿o sí? Eso hizo que pensara que quizá lo hubiera ofendido. No era probable, pero una vez que lo había pensado no podía dejar las cosas así.
—Pedro, no tengo mala opinión de tí —susurró ella—. No puedo. No eres como me imaginaba —Paula  sonrió—. Algunas veces eres peor, pero, en general, eres mejor.
Él le tomó una mano y la miró a los ojos. Su mirada tenía algo absorbente, algo que hizo que se inclinara hacia delante con esperanza.
—Me desconciertas completamente —reconoció él—. Prefiero las mujeres simples.
Paula se sintió fuera de lugar. Se soltó y dio un paso atrás.
—No te entretendré más.
Fue a darse la vuelta, pero se lo encontró otra vez delante. La estrechó contra sí en medio de maldiciones en voz baja. Era un disparate, pero la besó en los labios y el disparate se tornó en algo increíble. Ella no se apartó porque ni pudo ni quiso. Se entregó al lento roce de sus labios. Fue un beso sexy y cautivador, pero daba a entender que tenían todo el tiempo del mundo.
Él le pasó el pulgar por el labio inferior. Ella quiso mordérselo, pero habría sido agresivo y muy sexual, algo que no había hecho nunca. Se quedó quieta y sintiéndose ridícula.
—Tranquila —Pedro la estrechó con más fuerza, le quitó las gafas y las dejó en la mesita—. A no ser que no quieras hacer esto…
Ella no sabía muy bien qué era «esto», pero si implicaba sentir su musculoso pecho contra los pechos y sus muslos contra los de ella, estaba deseándolo.
—Estoy bien —susurró.
—¿Bien? —preguntó él con tono burlón—. ¡Caray! Estoy emocionado. He conseguido que te sientas bien. A lo mejor me merezco lo que han dicho de mí en el periódico.
Ella quiso bromear también, pero estaba asustada. Lo miró a los ojos para buscar inspiración.
—Pedro, yo…
No se le ocurrió nada. No sabía cómo iba a acabar aquello, pero no quería que él parara. Sin embargo, ¿cómo podía decírselo? Decidió no decir nada, se inclinó un poco más y lo besó. Fue un beso casi casto, un roce de los labios con las manos apoyadas en el pecho de él. Ella notó su calor como si le irradiara de todo el cuerpo. También notó que olía a limpio y tentador al mismo tiempo. A hombre, pecado y sexo. El anhelo se adueñó de ella. Quizá fuera como las demás mujeres que se ofrecían a él con la esperanza de que las tomara. Si era así, no podía hacer nada para evitarlo. Temía que la rechazara, pero por una vez en su vida, en lo que se refería a los hombres, temía mucho más no intentarlo.
Se puso de puntillas, lo abrazó del cuello y volvió a besarlo. Esa vez intentó transmitirle todo su deseo con algo tan sencillo como un beso.
Por un instante, no pasó nada. Sin embargo, cuando la humillación hacía presa de ella, él la abrazó y le devolvió el beso. Las lenguas se encontraron. Él le acarició la espalda hasta alcanzarle el trasero. Cuando lo tomó entre las manos, ella sintió una oleada de deseo. Instintivamente, se arqueó y notó la erección de Pedro contra el vientre. La felicidad explotó en su cerebro como una nube de confeti. Los hombres no podían disimular esa dureza. Estaba tan feliz que empezó a reírse. Él se apartó para mirarla.
—Vas a complicarlo todo, ¿verdad?
—No —ella no podía dejar de sonreír—. Estoy disfrutando el momento.
—No deberías reírte…
—¿Hay normas? —bromeó ella mientras lo estrechaba más para cimbrearse contra su erección—. Vamos, Pedro, también podemos divertirnos.
—No creía que fueras de las que se divierten.
Normalmente, no lo hacía, pero ésa no era una circunstancia normal.
—No me divierte jugar al prisionero que se escapa y la mujer del vigilante, pero tampoco me gusta que todos los momentos sean solemnes.
—¿Has jugado alguna vez al prisionero que se escapa y la mujer del vigilante? —preguntó Pedro con incredulidad.
—No.
—Entonces no puedes saber si te gusta —Pedro se apartó y la tomó de la mano—. Vamos.

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