lunes, 10 de agosto de 2015

Tentaciones Irresistibles Parte 3: Capítulo 25

—Te habías ido —dijo Pedro mientras ella dejaba el bolso en una balda de la despensa.
—Sí, me había ido y he vuelto.
Lo miró fijamente. ¿Por qué tenía que ser tan guapo? ¿Por qué no podía ser feo o, por lo menos, normal? ¿Por qué sus ojos hacían que quisiera sumergirse en lo que decía y por qué su boca le inspiraba algunos actos sexuales que podrían estar prohibidos en los Estados más conservadores? Intentó pasar de largo, pero él se lo impidió.
—Tengo que ir a ver cómo está Gloria —dijo ella.
—Ya lo he hecho yo. Está dormida. Quiero hablar contigo.
Ella se sintió presa del pánico. No quería tener ninguna conversación.
—Tengo muchas cosas que hacer.
—¿Muchas cosas? ¿Qué? —preguntó él con las cejas arqueadas.
—Cosas. Cosas… importantes —balbució ella.
No podía lidiar con él en ese momento. Seguía turbada por la última vez que se habían visto y se sentía vulnerable por lo que le estaba pasando a Delfina.
Pensar en su hermana la dejó sin fuerzas, se encogió de hombros y lo miró fijamente.
—Muy bien. ¿De qué quieres hablar?
—No puedes ceder a la primera —le reprochó él—. No es justo.
—¿Te quejas porque te dejo que te salgas con la tuya? No sabes lo que quieres.
—Te pasa algo. ¿Qué te pasa? —preguntó él.
—Nada —contestó ella mientras se daba la vuelta.
—Conozco lo suficiente a las mujeres para saber que eso significa algo, pero tendré que sonsacártelo —la agarró del brazo—. Dímelo.
No pensaba decirle nada. Era un asunto sólo suyo. No podía comentarlo con nadie. Desde luego, no podía hablarlo con Delfina, que bastante tenía consigo misma, y menos aún con su madre, que era un cero a la izquierda.
Detestaba sentirse tentada, pero detestaba más todavía que, a pesar de todo, sintiera de aquella manera el contado de sus dedos en el brazo. Notaba, a través del jersey, su calor, sentía anhelo y muchos otros deseos que nunca satisfaría.
—Márchate —le dijo dándose cuenta de que empezaba a parecerse mucho a Gloria.
—A lo mejor puedo ayudarte.
—¿Como ayudaste a todos esos niños que te escribieron? —preguntó ella mientras se soltaba el brazo y lo miraba con rabia—. No lo creo. Sin embargo, si tanto quieres saberlo, le lo diré. Mi hermana está muriéndose. ¿Contento? Tiene una hepatitis C grave que le contagiaron hace años en una transfusión. Podría salvarse con un trasplante de hígado, pero su grupo sanguíneo es muy especial y tiene pocas posibilidades. Por eso creo que vas a ser de poca ayuda, a no ser que seas AB negativo y estés dispuesto a donar tu hígado por una buena causa.
Fue hacia la cocina, pero antes de haber dado cinco pasos, se sintió abrumada. Quizá Pedro fuera un desgraciado, pero nunca lo había sido directamente con ella. No tenía derecho a maltratarlo. A su modo, seguramente había intentado ayudarla. Lo miró y vio su expresión atónita.
—Perdóname. No debería haberte dicho eso. El médico no tenía buenas noticias y he estallado.
Entonces, para sorpresa suya y de Pedro, se echó a llorar. Intentó dominarse pese a las lágrimas que le caían por las mejillas. Nunca lloraba. No se lo permitía. Era una mujer juiciosa, lógica y abnegada. No se permitía la debilidad y no la respetaba en los demás. Sin embargo, no podía dejar de llorar.
Súbitamente, Pedro apareció ante ella y la rodeó con sus brazos. Sin dejar de llorar, se dejó abrazar y consolar. Era alto y fuerte, pero, por una vez, pensó que a él no le interesaba el sexo. Tuvo la extraña sensación de que podía confiar en Pedro. Lo cual era un disparate. Ese hombre era tan fiable como unas arenas movedizas.
Aun así, sentirse abrazada era muy agradable. Cedió a la flaqueza hasta que se le secaron las lágrimas. Entonces, tomó aire, retrocedió un paso y se limpió la cara con la manga.
—Lo siento —se disculpó con la mirada clavada en el suelo.
—¿Qué pasó en la visita al médico? —preguntó él con calma.
Ella lo miró y sólo vió compasión en su mirada. Se encogió de hombros.
—Desde que le dieron el diagnóstico supe que era malo. Soy enfermera y pude imaginarme lo que iba a pasar, pero supongo que creí que a mi hermana no podía pasarle nada malo. Hasta ahora, ha llevado una vida casi perfecta. El médico habló del tiempo que le quedaba y de que teníamos que pensar en ingresarla en cuidados paliativos. Eso me impresionó. Hablaba del final.
Pedro la agarró de la mano.
—¿Cuál es el plazo?
—Alrededor de un año. Se mudó a vivir conmigo hace unos meses. Empieza a tener días muy malos. Trabaja a tiempo parcial, pero eso no durará mucho. Acepté este trabajo porque el horario me permite estar más tiempo con ella y el sueldo es muy bueno. Estoy ahorrando todo lo que puedo para poder pasar los últimos meses con ella —Paula le estrechó con fuerza la mano y contuvo las lágrimas—. Delfina quería hablar hoy de eso. De vuelta a casa me dijo que no quería que alterara mi vida por ella: que le parecía muy bien ingresar en cuidados paliativos. Pero yo no quiero dejarla, puedo cuidarla.
—¿La única forma de salvarla es con un trasplante de hígado?
—Sí. A no ser que encuentren un tratamiento milagroso, y es poco probable que ocurra a tiempo. Me he hecho las pruebas, pero no soy compatible.
—No puedes prescindir de tu hígado —replicó él con el ceño fruncido.
Pese a la tristeza y la amenaza del llanto, ella sonrió.
—Ahora se utilizan donantes vivos. Tomarían un trozo de mi hígado. Pero da igual, no puedo donarlo. Mi madre podría, pero bebió tanto durante tanto tiempo que casi no le queda hígado —Paula se soltó la mano y retrocedió—. Es muy típico de Delfina tener un grupo sanguíneo singular. Es perfecta en todos los demás sentidos, pero ¿por qué no puede tener O positivo, como la mayoría de la gente?
Era más fácil bromear que reconocer el verdadero problema. Su problema y el de Delfina no tenían una solución fácil. Paula nunca había sabido qué decir ni qué hacer. Vivía con remordimiento porque, aunque adoraba a su hermana, también había sentido resquemor hacia ella en la misma medida. Lo que la convertía en una persona espantosa.

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