domingo, 16 de agosto de 2015

Tentaciones Irresistibles Parte 3: Capítulo 41

—¿Quién es Benjamín?
—Mi administrador. He despedido a Germán: se ocupaba de los compromisos y las reservas, y no habrá ninguno durante un tiempo. Hemos hablado de lo que podría hacer para mejorar mi imagen. ¿Qué te parece?
Ella metió las flores en el florero.
—Es un gesto. ¿No crees que la gente pensara lo mismo? Tienes que hacer algo más. Algo que pueda durar un poco.
Quiso recuperar las palabras en cuanto salieron de su boca o que se la tragara la tierra, ¿«Durar un poco»? ¿Por qué había dicho eso? Se parecía demasiado a lo que había dicho la periodista en aquel artículo espantoso.
—Quiero decir… —empezó a disculparse antes de darse cuenta de que él estaba sonriendo.
—Sé lo que quieres decir. Algo más consistente.
—Eso…
—No te referías a mi capacidad para…
—En absoluto —replicó ella atropelladamente—. Estoy segura de que es…
Él esperó con las cejas arqueadas.
—Correcta —terminó Paula.
—Mejor que correcta.
—De acuerdo. Impresionante.
—Efectivamente —Pedro sonrió.
—Me encanta todo en esta casa menos que no tenga lavaplatos —se lamentó Delfina.
Habían terminado de cenar y de recoger la mesa. Había mandado a Paula a descansar y Pedro se había ofrecido a ayudarla.
—Es una cocina original —siguió Delfina—. De los años cuarenta. Ella compró los fogones en un sitio donde los restauran. Me deja tener un microondas en la encimera, pero se niega rotundamente a quitar uno de los maravillosos armarios para poner un lavaplatos.
Él miró alrededor. Las paredes eran amarillas, los armarios blancos y las baldosas blancas y rojas con manchas amarillas.
—Típico de ella —comentó él.
—Sí, estoy de acuerdo.
Pedro agarró un paño de cocina y un plato mojado.
—Creí que tendrías otro aspecto.
—¿De enferma…? —preguntó ella.
—Algo así.
—Lo tendré. Por el momento casi todos los síntomas son invisibles. Tengo algunos moratones en el torso porque el hígado no me funciona bien. Mi aspecto empeorará a medida que la enfermedad avance.
—¿Te importa que hable de esto?
—No me importa nada —contestó ella—. Ahora mismo es parte de mi vida.
Él no había conocido a nadie que estuviera muriéndose. Gloria era muy mayor y se acercaba al momento de la muerte, pero era distinto. Delfina tenía treinta y pocos años.
—Pareces tranquila.
—También tengo días malos…
—Creo que yo no estaría tranquilo nunca.
—Nunca sabes de qué eres capaz hasta que te pasa —ella sonrió—. Me quedé paralizada y no sabía qué hacer. Paula se ocupó de casi todo. Me acompañó al médico e hizo las preguntas adecuadas. Mi marido se marchó y ella persiguió al abogado para cerciorarse que no me machacara.
—¿Se marchó porque estabas enferma?
—Sí, fue un encanto.
—Lo siento —Pedro no sabía qué decir.
—Yo también. Por lo menos, no tuvimos hijos. Dejarme cuando se complicaron las cosas fue duro, pero imagínate con niños… —Delfina  lavó un vaso—. Muy bien, ha llegado el momento de cambiar de tema. Hablemos de algo alegre.
En ese momento, Paula entró en la cocina.
—¿Puedo ayudar?
—No, no puedes —Delfina suspiró—. Tú hiciste la cena. Vete a descansar.
—No estoy cansada.
—Entonces puedes ver la televisión, leer un libro o contemplar la expansión del universo.
—Me voy —dijo Paula antes de marcharse.
Pedro se quedó mirándola.
—Se comporta de una forma rara, hasta para ella.
Delfina sonrió como si supiera un secreto.
—Se le pasará —lavó un plato y se lo dió a Pedro—. Paula es muy especial.
—Estoy de acuerdo.
—No me gustaría que le hicieran daño.

No hay comentarios:

Publicar un comentario