Paula recorría la cocina de un lado a otro. La sala era más grande y mejor para dar vueltas, pero Luz estaba jugando y Paula no quería perturbarla con su agitación.
Aun así, deseaba gritar de frustración. Habían vuelto esa mañana de casa de Paz. Luz no llevaba ni cinco horas allí cuando invitó a Pedro a entrar.
Su hija le había contado la visita con pelos y señales. Cómo había admirado su ropa y sus zapatos y le había dicho que era preciosa. Incluso si Paula conseguía vacunarse contra su encanto, Luz estaba pillando el virus a toda velocidad.
En circunstancias normales, ya habría sido razón para preocuparse, pero con la amenaza de perder el trabajo y la casa, era demasiada presión.
Paz creía que Paula debía contarle a Pedro lo ocurrido y ver qué opinaba. Era un consejo sensato y racional. Pero Pedro podía no creerla. Por mucho que tuviera una mala relación con su abuela, era parte de su familia. Él no conocía lo bastante a Paula. Si Gloria lo negaba todo, Paula estaría en una situación aún peor y no quería esa tensión.
Pero tenía que hacer algo. Paula podía mantenerse alejada de Pedro, pero ¿cómo iba a explicarle a Luz que ya no podía hablar con su agradable vecino?
—Odio esto —masculló. Odiaba el miedo, la incertidumbre, la presión de que otros controlaran su vida.
Sonó el teléfono y Paula se preguntó si sería Pedro. Ya había dejado un mensaje diciendo que quería hablar. ¿Qué iba a decirle? ¿La verdad? ¿Una media verdad? ¿Nada? Se rindió a la cobardía y dejó que saltara el contestador.
Pero un familiar «hola, nena», hizo que corriera a contestar antes de que Luz pudiera oír el mensaje.
—Hola.
—Paula. Estás ahí.
—¿Cómo has conseguido este número, Facundo? —preguntó ella, aferrando el teléfono y poniéndose de espaldas a la sala, donde estaba Luz.
—Tengo mis recursos, nena. Ya lo sabes —rió él—. Hace mucho que no hablamos. ¿Cómo te va?
—No tengo dinero —su vida ya era un desastre. Facundo era lo último que necesitaba en ese momento.
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