lunes, 20 de julio de 2015

Tentaciones Irresistibles Parte 2: Capítulo 44

Paula estacionó frente a la familiar casa de dos pisos en la que había crecido.
Había habido cambios. Los revestimientos, antes verdes, ahora eran beiges. Los pinos que flanqueaban el lado oeste del terreno eran mucho más altos y el pequeño Lexus aparcado ante la casa no se parecía en nada a la vieja ranchera que ella recordaba.
Mientras apagaba el motor pensó que tal vez debería haber telefoneado. Haber prevenido a sus padres. El problema era que no había sabido qué decirles. Aparecer de repente sería una sorpresa, pero sin duda daría paso a una conversación.
Había llamado a Gonzalo  esa mañana y él le había dicho que sus padres estarían en casa todo el día. Así que por lo menos no tendría que quedarse allí, de pie en el porche. Consciente de que estaba perdiendo el tiempo, se guardó las llaves en el bolsillo y llamó al timbre. La puerta se abrió y, por primera vez en ocho años, estuvo ante su madre.
Alejandra Chaves rondaba los cincuenta años y tenía el pelo castaño y ojos avellana, que Gonzalo había heredado. Paula vió algunas arrugas más pero, aparte de eso, su madre estaba igual. Pero más sorprendida.
—Hola, mamá —dijo. Deseó no haber dejado el bolso en el coche. Le habría dado algo que hacer con las manos. Se las metió en los bolsillos del pantalón e intentó decidir qué hacer a continuación.
Los ojos de su madre se llenaron de lágrimas y sus labios temblaron.
—¿Paula? —musitó—. Paula, ¿de verdad eres tú?
Paula asintió.
—Alejandra, ¿quién es? —preguntó su padre, cruzando el salón—. No voy a comprar más revistas. Ya tenemos más que... —se detuvo ante su mujer—. ¿Paula?
—Soy yo —asintió ella—. Un poco más mayor y, espero, más madura.
—¿Paula? —repitió él. Su padre, un hombre alto y con gafas extendió los brazos hacia ella.
—Oh, Miguel —jadeó su madre—. Ha vuelto.
De repente, Paula sintió que la metían en casa y la abrazaban hasta dejarla sin respiración. Cerró los ojos y sintió que por fin, por fin, había vuelto a casa.
Hubo lágrimas a mansalva. Paula no había contado con llorar, pero lo hacía. Gonzalo se unió al abrazo de grupo, después se separaron y siguió un momento de incomodidad.
—No sé qué decir —admitió su madre, mirándola—. No puedo creer que estés aquí.
—En carne y hueso —dijo ella.
Sus padres se miraron como si no supieran qué hacer a continuación. Parecían felices pero incómodos y Paula volvió a preguntarse si debería haber llamado para avisarlos de su visita.
—Vamos a la cocina —dijo su padre. Su madre asintió y se puso en marcha.
—Pueden sentarse—ordenó su madre a todos—. Lo siento. Estoy desconcertada, creo. No se qué hacer. ¿Estás bien? ¿Tienes hambre?
—Estoy bien —respondió Paula, mirando a su alrededor. Ya no había encimera de azulejos ni los antiguos utensilios dorados. Ahora la encimera de granito oscuros y el horno y la placa de reluciente acero inoxidable—. Has remodelado la cocina.
—Hace unos cuatro años. Ya no soportaba restregar las juntas de los azulejos ni esa vieja cocina —mientras hablaba, sacó una jarra de té helado y vasos.
—¿Cómo estás en realidad? —el padre de Paula se sentó frente a ella y agarró sus manos.
—Estoy bien, papá —el contacto le resultó familiar y extraño al mismo tiempo—. ¿Cómo estás tú?
—Bien, bien. Sigo en el banco, por supuesto.
—Han hecho a tu padre director del distrito —afirmó su madre con orgullo.
—Vaya, eso es fantástico, papá.
—Siéntate con nosotros —le dijo su madre a Gonzalo, que estaba apartado. Él ocupó la cuarta silla.
Paula aceptó un vaso de té y tomó un sorbo. En su mente había una surrealista mezcla de recuerdos y el presente. No estaba sentada en su silla habitual, no veía lo que solía ver antes. Pero no recordaba qué lugar solía ocupar.
—Has crecido —dijo su padre.
—Estás preciosa —le dijo su madre—. ¿Te va bien? ¿Tienes buena salud? ¿Trabajas?
—Sí. Soy camarera y además hago joyas en casa.
Decirlo en voz alta le provocó un estremecimiento. Había crecido pensando que iría a la universidad y tendría una carrera, no que acabaría en una cafetería ganando lo justo para vivir. Aun así, había sobrevivido a pesar de las dificultades y no iba a disculparse por ello.
—¿No necesitas dinero? —preguntó su padre.
—No, papá —Paula se tensó—. No he venido a pedir dinero ni nada. Quería restablecer el contacto.
—Miguel, déjalo —pidió su madre—. Paula ha vuelto. Eso es bueno.
—Lo sé. Estoy contento. Es sólo que... —arrugó la frente—. Has estado fuera mucho tiempo. No sabíamos qué te había ocurrido. Tu madre...
—Te eché mucho de menos —lo interrumpió Alejandra, sonriendo—. ¿Dónde vives ahora? ¿En Washington?
Paula recordó que lo que había dicho Gonzalo sobre que su madre había tenido que irse a reposar. Se preguntó si había tenido un colapso emocional. El remordimiento le atenazó el estómago. Si había ocurrido eso, se debía a su desaparición.
—Vivo aquí. En Seattle.
—¿Seattle? —a su madre le tembló la boca—. Tan cerca. ¿Desde cuándo?
—Hace unos años.
—Pero tú nunca... —Alejandra se puso una mano en la boca—. Entiendo.
—¿No pudiste llamar y decirnos que estabas bien? —su padre le soltó la mano—. ¿No te pareció importante?
—Eso es culpa mía —Gonzalo tragó saliva y se puso en pie—. Mamá, papá, tengo que deciros algo. Lo siento mucho. Sé que vais a enfadaros mucho y no los culpo. Lo que hice estuvo muy mal.
—No es buen momento, Gonzalo —le dijo Alejandra, con voz temblorosa—. No lo es en absoluto.
—Relájate, Alejandra—Miguel le puso una mano en el hombro — . Estamos bien. Todo el mundo está bien.
Gonzalo  cambió el peso de una pierna a la otra. Parecía desear que se lo tragara la tierra.
—Yo soy la razón de que Paula no se pusiera en contacto con vosotros antes.
Paula  se quedó callada mientras él explicaba su llamada y lo que le había dicho.
—¡Paula, no! —su madre la miró atónita—. ¿Cómo pudiste creer eso de nosotros? Claro que queríamos hablar contigo, que volvieras a casa. ¿Tienes idea de por lo que pasamos? ¿Lo duro que fue? ¿Lo terrible? — se puso en pie y miró a su hijo—. ¿Por qué, Gonzalo? Tú lo viste. ¿Cómo pudiste ocultarme algo así? —se dejó caer en la silla.

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