viernes, 31 de julio de 2015

Tentaciones Irresistibles Parte 2: Capítulo 77

—Sí que viajaba mucho —dijo Federico, molesto consigo mismo por darle explicaciones a alguien que no tenía ningún interés en él.
—No sé de qué me habla —dijo Malena Johnson, de pie en el centro de la enorme biblioteca de Gloria.
Claro que no lo sabía, se dijo Federico con irritación. Lo había juzgado y lo había borrado de su mente. Él debería haber hecho lo mismo con ella, pero no había podido. Estuviera donde estuviera, no dejaba de recordar su comentario de que había ignorado a su abuela y que por eso era una mujer tan difícil.
—No le gusta la gente —dijo.
—¿A quién? —preguntó Malena con el tono que debía de reservar para tratar con discapacitados mentales.
—A mi abuela. No es una mujer sociable.
—Aún no la conozco —dijo Malena, sin mostrar el más mínimo interés en la conversación—. Estoy segura de que es perfectamente adorable.
—No lo es. Es difícil y exigente. Hace que sigan a sus nietos. Pedro ha visto los informes. Llega al punto de contratar a detectives privados para husmear en nuestras vidas.
—Tal vez si sus nietos se preocuparan más por su bienestar en vez de por ellos mismos, no se vería obligada a utilizar medidas tan drásticas —Malena lo taladró con su fría y serena mirada.
—¿Obligada? Nadie la obliga. Lo hace ella sola y ¿sabe por qué?
—¿Porque está sola, son su única familia en el mundo y están demasiado ocupados para prestarle atención?
—Ni siquiera la conoce —deseó golpear algo, o estrangular a alguien—. ¿Por qué se pone de su parte?
—En mi experiencia, es frecuente que abandonen, o al menos aparten, a la gente mayor. Usted mismo dijo que pasaba mucho tiempo en la carretera. ¿Qué dice eso sobre su relación con su abuela?
—Era jugador de béisbol. Claro que viajaba. Eso implica el trabajo. Viajar de ciudad en ciudad.
—Durante la temporada —dijo Malena—. ¿Cuánto dura eso? ¿Cinco o seis meses? ¿Y el resto del año? —caminó hacia las altas ventanas y abrió las cortinas. El sol iluminó el suelo de madera—. Intenta convencerme de algo, señor Alfonso, pero no sé de qué. Mi consejo es que deje de intentarlo. En serio. Usted y yo no necesitamos relacionarnos para que yo haga mi trabajo —sonrió—. No es como si fuéramos a vernos con frecuencia.
Él captó el dardo: no contaba con sus visitas. Todo el asunto resultaba irritante. Quería decirle que había sido el único nieto dispuesto a buscar enfermeras para Gloria. Que había ido al hospital tres veces y que sí había visitado a la vieja bruja fuera de temporada. Pero Malena no le dio tiempo a explicarse.
—Creo que esta habitación es perfecta —dijo—. Haga que se lleven el escritorio y esos dos sillones. Deje la mecedora. Eso le gustará. La zona de la alfombra también está bien. Mañana llegarán la cama de hospital y la mesa. Lo he confirmado antes de venir. ¿Habrá alguien aquí para abrirles?
Alzó el tono al final como si fuera una pregunta, pero Reid supo que estaba dando una orden: «Habrá alguien aquí».
—Lo he organizado.
—Bien —agarró su bolso—. Gracias por su tiempo, señor Alfonso. He hablado con el médico. Su abuela estará lista para volver dentro de una semana. Iré a verla antes, para que nos vayamos conociendo.
—Federico—dijo él—. Llámeme Federico.
—De acuerdo. ¿Algo más?
Negó con la cabeza. Ella se fue y él se quedó solo en la enorme y vacía casa de Gloria. Igual que lo había estado su abuela.
—Pero no tengo deberes —dijo Luz—. ¿Por qué no nos ponen deberes como a los mayores?
—Quiero que escribas eso, Luz —Paula se rió—. Escríbelo en un papel que quieres deberes y dámelo.
—¿Por qué?
—Para que dentro de unos años, cuando seas mayor y te quejes de que tienes demasiados deberes, pueda enseñártelo y recordarte que era lo que querías.
—Vale —aceptó Luz tras pensarlo un momento.
Corrió a buscar un papel. Paula sonrió. Era una niña fabulosa. Había tenido mucha suerte con ella.
Llamaron a la puerta delantera A Paula se le aceleró el corazón. ¿Pedro? No lo había visto desde que Sofía tuvo a la niña, y lo echaba de menos. Además, cabía la posibilidad de confesarle sus sentimientos y eso la tenía inquieta. Cruzó el salón y abrió la puerta.
Pero no era Pedro. Era Facundo. Se tambaleaba un poco y vio algo en sus ojos que la dejó helada.
—Facundo, ¿qué haces aquí? —preguntó, mirando por encima del hombro y deseando que Luz tardara un rato en encontrar el papel.
—Ya lo sabes —dijo él—. Quiero mi dinero.
—Te dí dinero —susurró ella, asustada. Intentó cerrar la puerta pero él ya tenía un pie dentro.
—No suficiente. Sé que ganaste más ese fin de semana. Lo quiero. Lo quiero todo. Si no me lo das me llevaré a la niña.
—Nunca —afirmó ella.

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