viernes, 24 de julio de 2015

Tentaciones Irresistibles Parte 2: Capítulo 53

Paula apartó el ojo de tigre con el que había estado trabajando. La piedra rebotó y se detuvo junto a unas perlas de agua dulce.
Esa noche nada iba bien. Se sentía más inquieta que creativa. ¿Cómo se le había ido todo de las manos tan rápidamente? Su vida había sido relativamente sencilla. Tenía problemas financieros, sí, pero lo demás le iba bien. De repente tenía una familia y a Pedro y demasiados pedidos de joyas. Aunque, a juzgar por cómo Pedro había desaparecido tras llevar su rueda al taller, tenía la sensación de que él no sería tanto problema en el futuro.
Y eso empezaba a irritarle. ¿Cómo se atrevía a hacerle lo que le había hecho y desaparecer? No era cortés. No era razonable. ¿Por qué era él quien decidía?
Luz  ya estaba acostada, así que cuando Paula oyó el coche de Pedro corrió a la puerta delantera y salió. Esperó a que él llegara a la escalera.
—Me gustaría hablar contigo —le dijo.
Él no pareció sorprenderse, así que supuso que la había visto salir. Señaló la puerta con la mano y esperó a que él entrara antes de seguirlo. Pero cuando estuvieron cara a cara no supo qué decir.
—¿Qué tal el trabajo? —preguntó, sintiéndose como una estúpida.
—Bien. Ajetreado. Pero fui a visitar a mi abuela y eso siempre ayuda a poner las cosas en su sitio.
Paula no quería hablar de Gloria Alfonso.
—Siento que tuvieras que venir a casa de mis padres —dijo ella, aunque no era lo que había pretendido decir—. Debió de resultarte muy incómodo.
—Tampoco fue para tanto —él alzó los hombros.
—No pensé que no aceptarían que éramos solo amigos. Mi padre admitió que estuvo interrogándote.
—Así son los hombres.
Ella no buscaba pareja y él no estaba interesado. Paula lo sabía. Al menos, parte de ella. Pero su cuerpo ignoraba esa realidad.
—Gracias por hablar con Luz—dijo—. No sé por qué creí que podía reconciliarme con mi familia y no discutir con mi madre. Da miedo pensar que hemos retomado la relación donde la dejamos. ¿No deberían haber cambiado las cosas ocho años sin vernos?
—Cambiarán. Tiempo al tiempo.
—¿Quieres sentarte? —ella señaló el sofá. Creyó que él se negaría, pero la sorprendió aceptando. Ella se sentó enfrente, en el sillón.
—No cree nada bueno —le dijo Paula—. Le expliqué que mientras estuve con el grupo de rock, incluso acostándome con uno de sus miembros, no probé las drogas. Acepta que me acostara por ahí y me quedase embarazada, pero no se cree lo de las drogas. No dejó de preguntarme si seguía dragándome y si quería exponer a Luz a ese mundo. Fue horrible. Odioso.
—Tal vez intenta ayudar.
—¿No podría hacerlo de forma menos irritante?
—Puede que no sepa cómo.
—Odio que seas tan razonable —sabía que no era de eso de lo que quería hablar—. ¿Por qué lo hiciste?
—¿No puedes aceptarlo y dejarlo pasar?
—En realidad no —ella abrió la boca y volvió a cerrarla—. No sé qué pensar. Somos vecinos y te has portado muy bien. Nos has ayudado a la señora Ford y a mí, y a Luz le gustas. Sé que te preocupa que se encariñe y lo entiendo. Has dejado claro que no quieres nada conmigo y mi plan es evitar a los hombres trece años más, así que eso está bien. Pero ha pasado algo; no hablar de ello no hará que desaparezca.
—¿Estás enfadada? ¿Quieres que te pida disculpas?
—Ni una cosa ni la otra. Sólo quiero saber por qué.
El estuvo callado tanto tiempo que Paula empezó a pensar que no contestaría. Tenía la sensación de que saldría de su casa y no volvería a verlo nunca.
—No pensaba dejar los marines cuando lo hice —dijo por fin—. Iba a seguir hasta que me echaran por viejo. Pero un día me desperté y no pude más. No podía matar ni enviar a hombres a la muerte. Ya había demasiada sangre. Así que volví a casa. Sólo que ya no hay casa. Tengo a mis hermanos y a Dani, tengo dinero, pero no hay más. Nada permanente.
Ella se estremeció al sentir su vacío.
—Lo hago a propósito —siguió él—. Me mantengo distante, desconectado. Es mi elección. Pero a veces hay tentaciones que no puedo resistir. Como tú.
—¿Yo? —gimió ella. Paula se consideraba muchas cosas, pero no una tentación.
—Tu forma de moverte, tu olor, el que nunca te rindas —encogió los hombros—. Sabía que no debía, pero no pude resistirme. Te hice el amor porque necesitaba hacerlo, Paula. Necesitaba besarte y tocarte. Conocer tu tacto. Probar tu sabor.
Ella notó que se sonrojaba y excitaba al mismo tiempo. Sus palabras tenían tanta fuerza como sus caricias.
—¿Entonces por qué te fuiste? —preguntó.
—¿Has estado enamorada alguna vez?
—Yo... —la pregunta le sorprendió—. No. Pensé que quería a Facundo, pero amaba lo que yo quería que fuese.
—Yo sí. Una vez.
—¿Quién es? —preguntó ella. Había sentido una inesperada punzada de dolor en el corazón.
—Se llamaba Charlotte y era mi novia del instituto. En cuanto la ví supe que iba a pasar el resto de mi vida con ella.
Paula tuvo una sensación desagradable. Quería decirle que no siguiera, pero al mismo tiempo anhelaba saber qué había ocurrido entre ellos.
—Era preciosa. Alta, pelirroja y con los ojos verdes más grandes que he visto nunca. Me presenté y creo que ella sintió lo mismo que yo, porque estuvimos juntos cada minuto desde entonces.
—Suena bonito —consiguió decir Paula.
—Lo fue. Sabía que era la mujer con quien debía casarme. Decidimos ir juntos a la universidad, a California, y casarnos después de la graduación. Nunca se lo pedí, ambos sabíamos que sería así. Hicimos el amor por primera vez la noche que ella cumplió los diecisiete años.
A Paula le costó seguir sentada. Deseaba acurrucarse y taparse los oídos. Decirle que saliera de su casa y no volviera nunca. Pero siguió escuchando.
—Una tarde, haciendo el amor, noté algo en su pecho. Antes no estaba. Se lo dije y ella se lo dijo a su madre y fueron al médico. Era cáncer de mama.
—Pero era demasiado joven —Paula parpadeó.
—Eso pensábamos todos. Pero cada año hay unos quinientos casos de mujeres menores de veinte años. Charlotte fue una de ellas —se movió hacia el borde del sofá y apoyó los codos en las rodillas.
—Le quitaron el tumor. Como era tan joven los médicos no quisieron hacerle una mastectomia. Nadie lo sabía, sólo yo. Siempre iba a su lado por los pasillos, en el lado de la operación, para evitar que alguien chocara con ella. Recuerdo cómo lloró la primera vez que hicimos el amor después, de cuánto temía que ya no la deseara y lo que tardé en convencerla de que nunca dejaría de amarla.
Paula  tomó aire. No sabía qué pensar ni qué sentir. Un nudo en el estómago le auguraba que la historia no tenía un final feliz.
—Se reprodujo —dijo él—. En abril del último año de instituto comprendieron que había sido un error preservar el pecho. Había vuelto y se había extendido. Le dieron menos de seis meses de vida.
Bajó la cabeza y miró el suelo.
—No fue capaz de decírmelo. Lo hizo su madre. Tuve miedo, mucho miedo. No quería creerlo y entonces comprendí que no podía hacerlo. No podía ver a Charlotte morir. Ella también lo supo. Cuando fui a visitarla, lo vio en mis ojos. Lloró y lloró y me dijo que me fuese y no volviera nunca.
—Pero ¿por qué? ¿Para evitarte sufrimiento?
Él asintió.
—Sabía que me necesitaba, que quería que me quedase. Pero simulé que aceptaba sus deseos y huí —alzó la cabeza y la miró—. Dije a todos que me alistaba para fastidiar a Gloria, pero no es verdad. Me alisté porque no podía soportar ver morir a Charlotte. Desaparecí un día después de la graduación. No llamé, ni envié una nota. La abandoné, sin más.
Paula no había esperado eso. Se puso rígida.
—Su madre me llamó —dijo él—. Me suplicó que fuera a casa. Dijo que Charlotte me necesitaba. Que sólo serían unas semanas. Que era su niña y que haría cualquier cosa para convencerme. Fue cosa suya, Charlotte nunca dijo una palabra. Yo me alisté en los marines y me fui al campamento.

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