domingo, 5 de julio de 2015

Tentaciones Irresistibles Parte 2: Capítulo 4

—Tengo que irme —murmuró, rodeándolo y empezando a bajar—. Disfruta de la tarta.
—Lo haré. Gracias, Paula.
Ella corrió a su casa, cerró la puerta y se apoyó hasta que su pulso recuperó la normalidad. Entonces se dio cuenta de que seguía teniendo el billete en la mano. Pero no iba a volver a subir esa noche. Lo pondría en su buzón de correo, o algo así.
Era obvio que debía evitar a Pedro a toda costa. Por agradable que pareciera, su premisa seguía siendo verdad. Si la atraía, tenía un problema grave. Y no podía permitirse otro desastre de hombre en su vida. Aún estaba pagando por el desastre del último.
Literalmente.
Pedro no tuvo oportunidad de llamar a la puerta de su hermano. Estaba a unos metros cuando se abrió de par en par y una Sofía muy embarazada fue hacia él como un pato apresurado.
—Tienes una caja de herramientas —dijo, abrazándolo tan estrechamente como permitía su abultado vientre—. Dime que dentro hay herramientas. Reales, con mango y trozos de metal y múltiples usos.
—Dejé las de juguete en casa —dijo él, rodeándola con un brazo y alzando la caja con el otro—. Cuando me pediste que trajera herramientas, supuse que te referías a las de verdad.
—Gracias —dio ella—. Quiero a Matías. Es brillante, encantador y otras cosas que no mencionaré por respeto, dado que es tu hermano, pero no es mañoso.
—He oído eso —gruñó Matías desde la puerta—. Y soy muy mañoso.
—Claro, cariño —dijo Sofía, entrando—. ¿Seguro que no te importa ayudar? —le preguntó a Pedro.
Él se inclinó, besó su mejilla y luego le dio un puñetazo amistoso a su hermano.
—Me alegro de estar aquí. Estás embarazada, sigues trabajando y Matías está ocupado dirigiendo un imperio. Yo tengo tiempo.
Los siguió a través de un salón lleno de cajas. Sofía se había trasladado a casa de Cal poco después de la boda, a principios de julio. Aunque habían pasado casi seis semanas, no había hecho mucho en cuanto a desembalar.
—Me estás juzgando —dijo Sofía por encima del hombro—. Lo percibo. Sé que este desastre viola tu código militar del honor, o lo que sea, pero acéptalo.
—¿He dicho algo? —preguntó Pedro sonriente.
—No ha hecho falta.
—Puede que el resto de la casa esté hecho un desastre, pero la cocina está perfecta —dijo ella, deteniéndose ante la cocina mientras se ponía los largos rizos caoba tras la oreja.
—¿Por qué será que no me sorprende? —Pedro miró a su hermano—. ¿A cuántas cajas tuviste que hacer sitio?
—Perdí la cuenta —dijo Matías con ligereza—. En la veinticinco decidí que no merecía la pena saberlo.
Sofía era chef jefe de The Waterfront, uno de los cuatro restaurantes pertenecientes a Empresas Alfonso. En teoría era un negocio familiar, pero sólo uno de los Alfonso trabajaba allí.
—Necesito el equipo adecuado —dijo Sofía, haciéndose a un lado para que Pedro entrara en la cocina—. No se puede hacer magia con porquería.
—Deberías poner eso en tu tarjeta de empresa —dijo él, mirando las paredes color amarillo pálido y los cazos que colgaban de una barra sobre la isla central. La cocina parecía más grande desde que no era rojo oscuro. La luz que entraba por las ventanas iluminaba el frente de azulejos de la zona de guisar.
—¿Has puesto azulejos pero no has desempaquetado ni preparado los muebles del bebé? —preguntó sin poder evitarlo.
—Tenías que decirlo, ¿verdad? —Matías lo miró con lástima.
—Perdona —Sofía aguzó la mirada—. ¿Estabas criticándome? ¿Pretendías comer aquí hoy?
—No lo decía en serio —dijo Matías, situándose entre ellos—. No todo el mundo entiende cómo funciona tu privilegiada mente —bajó la voz—. Pedro ha traído herramientas, ¿recuerdas?
—Lo sé —rió Sofía—. No importa. Pero que no me haga sentirme culpable. Me duele la espalda.
—Perdona —le dijo Pedro, disfrutando del intercambio. Siempre le habían gustado Matías y Sofía  como pareja y le había alegrado que volvieran a juntarse—. Centrémonos en la habitación del bebé.
—Está por aquí —dijo Sofía, poniéndose en marcha—. Terminamos de pintar la semana pasada. Bueno, Matías. Yo sólo supervisé.
—A distancia —le recordó Matías.
—Cierto —suspiró—. No me está permitido inhalar las emanaciones. También hemos colgado las cortinas. Ahora sólo faltan los muebles. Lo tenemos todo, cómoda, vestidor, cuna... pero en cajas.
—Unas cajas muy bonitas —apuntó Matías.
—Oh, sí. Son fantásticas. Pero sería mucho mejor tener dónde guardar las cosas.
La habitación del bebé estaba al final de la casa, con vistas al jardín. Había varias cajas grandes en el centro de la habitación. Las paredes eran de un verde claro, con remates en blanco. Unos visillos transparentes y un estor cubrían la ventana.
—La mecedora está en el despacho —dijo Sofía—. Hasta que despejemos esto, aquí no hay sitio. También tengo una alfombra grande, pero Matías opina que debemos esperar para ponerla.
—Cuando todo esté montado limpiaremos; después pondremos la alfombra.
—Veamos qué han comprado —dijo Pedro, dejando la caja de herramientas en el suelo de madera.
—Yo empezaré a preparar el almuerzo —dijo Sofía, saliendo al pasillo—. Tomaremos crepes de marisco con salsa cremosa y pasta, aún no he decidido de qué tipo, y de postre tarta de mousse de chocolate con frutas del bosque.
—Suena genial —el estómago de Pedro emitió un rugido. Esperó a que Sofía se fuera y luego miró a su hermano—. ¿Coméis siempre así?
—He tenido que apuntarme al gimnasio —dijo Matías.
—El precio de la matrícula merece la pena.
—¿Por la cocina de Sofía? No lo dudes.
Miraron las cajas y decidieron empezar con la cómoda.
—Gracias por ayudar —dijo Matías, mientras rasgaba el cartón.
—No me importa hacerlo.
—¿Aún estás instalándote?
Pedro negó con la cabeza.
—Tardé exactamente dos horas en trasladarme y desempaquetar.
—Pero tenías cosas en un guardamuebles, ¿no?
—No muchas —ningún mueble. Sólo algunas cosas personales de las que no quería desprenderse. Había tenido que comprar sofá, televisión y cama.
—¿Te gusta el lugar? —preguntó Matías.
—De momento, me vale.
Su hermano sacó la hoja de instrucciones de montaje y la tiró al suelo.
—¿Por qué un apartamento? Podrías haberte comprado una casa.
—Aún no sé dónde quiero vivir —admitió Pedro. Tampoco sabía qué quería hacer con el resto de su vida. Había pensado seguir en los marines hasta retirarse. Pero un día se dio cuenta de que era hora de dejarlo—. No tiene sentido comprar algo hasta que me decida por un lugar.
—Pero vas a quedarte en Seattle, ¿no?
—Ése es el plan —en la medida en que tenía uno.
—¿Quieres venir a trabajar para mí? —ofreció Matías—. Siendo accionista mayoritario, serías bienvenido.
—No gracias. El café es cosa tuya.
Varios años antes, Matías y sus socios habían montado el Daily Grind. Los tres locales iniciales se habían convertido en una popular cadena de cafeterías en la Costa Oeste, que empezaba a extenderse por todo el país. Pedro había invertido sus ahorros en el lanzamiento de la empresa, a cambio de montones de acciones que no habían dejado de subir. Nunca se había molestado en calcular lo que valían, pero sabía que no necesitaba trabajar por dinero.
—¿Sigues buscando a Ashley? —preguntó Matías.
—Con regularidad —Pedro se encogió de hombros—. He hablado con otras tres. La encontraré.
—No lo dudo. Por cierto, Sofía dice que el nuevo gerente de The Waterfront ha dimitido.
—No me extraña —dijo Pedro. Los restaurantes familiares eran buenos negocios, pero era imposible conservar al personal ejecutivo. Gloria Alfonso, matriarca de la familia y arpía sin límites, conseguía que los mejores huyeran—. Gloria no le estará haciendo la vida imposible a Sofía, ¿verdad?
—No —Matías sonrió—. Yo redacté el contrato. Gloria no puede poner un pie en la cocina sin su permiso.
—El matrimonio te sienta bien —dijo Pedro, colocando las piezas de la cómoda y abriendo la caja de herramientas.
—Al segundo intento, acertamos. Hace seis meses me habría parecido imposible. ¿Qué me dices de ti?
—No me interesa una segunda oportunidad con Sofía. Ni una primera. Es tu chica.

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