domingo, 19 de julio de 2015

Tentaciones Irresistibles Parte 2: Capítulo 42

—Hola, Paula —intentó sonreír, sin éxito—. ¿Cómo estás?
—Asombrada. Vaya... has crecido —pensó que sus ojos no habían cambiado. Ni su boca. Pero tenía el pelo más oscuro y más largo, y era enorme. Agradeció que Pedro estuviera con ella.
No sabía si darle un abrazo o estrecharle la mano. Como ninguna de las cosas le parecía bien, optó por presentarle a Pedro.
—Nunca pensé que te casarías —dijo Gonzalo.
—¿Qué? No. Sólo somos amigos. Pedro está aquí para darme apoyo moral.
Una camarera se acercó a preguntarles si querían una mesa. Paula pidió una tranquila y ella los condujo a una al fondo del local. Pedro y Paula se sentaron juntos, con Sofía enfrente. Su hermano pidió un refresco y ellos café.
—Estás muy distinto —dijo ella, mirándolo.
—Tú no. Sólo más guapa.
—Halagador.
—Lo digo en serio —afirmó él—. Me he preguntado mucho por ti desde que llamaste. No podía dejar de pensar cómo estarías. No podía... —se le quebró la voz y sus ojos se llenaron de lágrimas. Paula lo miró atónita—. Lo siento. Paula, lo siento mucho. No pretendía hacerte daño. Pero estaba muy enfadado. Cuando te fuiste...
—No me hiciste daño —dijo ella, sin saber por qué estaba tan afectado—. Fui yo quien se marchó.
—Lo sé... Es sólo que... Ya sabes cómo eran nuestros padres. Conmigo, quiero decir.
—Nos querían a los dos, Gonzalo—dijo ella, confusa—. Tú tuviste la suerte de ser el chico y de haber costado muchos intentos, pero sé que me querían.
Al menos, la habían querido antes de que se fuera. Volvió a preguntarse si todo habría sido distinto si hubiera dicho que estaba embarazada. Quizá no la habrían dejado tirada en la calle.
—Claro que te querían —exclamó él—. Te juro, Paula, que se volvieron locos cuanto te fuiste. Mamá lloró semanas y semanas. Ofrecieron una recompensa y pegaron carteles por todos los sitios.
Ella se estremeció. Eso le sorprendía, aunque no tenía por qué, y se sintió culpable por causarles dolor.
—No lo sabía.
—Fue terrible —dijo él—. Papá no hablaba y mamá perdió el norte. Tuvo que irse para descansar; no sé bien qué pasó. A su vuelta, todo se volvió distinto.
¿Irse? ¿Qué quería decir eso? ¿Una crisis emocional? Paula no sabía qué pensar.
—Si les importaba tanto, ¿por qué no quisieron hablar conmigo cuando llamé?
—No fue así. Ay, Dios... —Gonzalo se pasó la mano por los ojos y la miró—. Paula, fue culpa mía. No les dije que habías llamado. Te mentí. Lo siento — tragó aire y siguió—. Estaba enfadado porque de repente fue como si yo no existiera. Te odiaba por lo que habías hecho. Después empecé a pensar que cuando estabas sola y quisiste volver a casa, yo lo impedí.
Paula vio que las lagrimas surcaban las mejillas de su hermano y no supo qué pensar. Sus padres, por lo visto, no sabían que había llamado. Cabía la posibilidad de que no la hubieran rechazado. Tembló.
Llevaba años debatiéndose entre odiar a sus padres y su necesidad de demostrarles que no los necesitaba. Luchando. Sola y embarazada de Luz. Sobreviviendo a duras penas, año tras año. La ira la atenazó, helándola, impidiéndole aceptar o perdonar.
—Cuando llamé para volver a casa —dijo—, estaba embarazada, sin dinero, sola y aterrorizada.
—Paula, lo siento —Gonzalo agachó la cabeza y empezó a sollozar.
Lo sentía. Había cambiado su vida para siempre, y lo sentía. Ella deseaba que recibiera un castigo. Que se encontrara solo y obligado a sobrevivir, como había tenido que hacer ella. Quería sangre y...
—¿Cuántos años tenías? —preguntó Pedro, agarrando su mano y apretando con suavidad.
Tres palabras. Tres sencillas palabras que pusieron el mundo en su sitio y permitieron que la razón volviera a tomar las riendas.
—Trece —musitó—. Sólo trece años.
«Trece; adolescente, airado y estúpido», pensó mientras Gonzalo seguía llorando. Un adolescente que había vivido un enojoso cambio en su vida. Odiaba entenderlo, era injusto, pero lo entendía. Y no podía odiarlo, por más que le doliera lo que había hecho.
—¿Lo saben ahora? —preguntó.
—No podía decírselo —él negó con la cabeza—. Me sentía muy culpable por lo que había hecho. Pensé que les haría aún más daño saber que habían perdido su oportunidad contigo y que todo era culpa mía.
Sonaba como si pretendiera cubrirse las espaldas, no como si le preocupara su familia.
—No les he dicho que te había encontrado —siguió—, por si tú no querías que lo supieran.
Sus padres no la habían rechazado. No la odiaban. Sus ojos se llenaron de lágrimas y sintió el alocado deseo de estar en brazos de su madre. Deseó ser una niña otra vez y no crecer nunca.
Todas las decisiones que había tomado se basaban en algo que quizá no fuera verdad.
—Trabajé todo el verano para poder contratar a un detective —dijo Gonzalo alzando la cabeza—. Quería encontrarte y decirte la verdad.
Parecía joven y asustado, dos cosas que Paula entendía muy bien.
—¿Hablarás con ellos? Aún te echan de menos, Paula. No hablan de ti, pero tus fotos están por todas partes, y en Navidades ponen cosas en tu calcetín.
Ella dejó escapar un par de lágrimas. La fuerte mano de Pedro le reconfortó; ella estrujó sus dedos. Recordaba bien su calcetín de Navidad, colgado de la chimenea. Le había hecho uno igual a Luz.
Mientras pensaba que quizá ya no estaría sola en el mundo y tendría gente que la apoyara, llegó la camarera con las bebidas. Las dejó en la mesa y se fue, sin duda incómoda por la obvia tensión emocional.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Gonzalo, cauto—. ¿Quieres que se lo diga yo?
—No —se limpió las lagrimas con la mano—. Necesito tiempo para pensar en todo esto. Supongo que iré a verlos —no sabía si sería mejor telefonear o ir sin más, tenía que pensarlo.
—¿Puedes decirme cuando? —pidió Gonzalo—. Quiero estar allí para decirles lo que hice. Deben saberlo.
Por su forma de decirlo, ella comprendió que su hermano había madurado y estaba dispuesto a enfrentarse a las consecuencias de sus actos.
—Claro. Tengo tu número de móvil. Te avisaré cuando decida hacer esa visita.
Él asintió y tragó saliva.
—Sé que me odias, Paula. Me lo merezco. Pero espero que, con el tiempo, podamos ser... amigos.
—No te odio —dijo ella, con cautela—. No me gusta lo que hiciste, pero en cierto modo lo entiendo.
—Gracias —sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas—. Me estaba preguntando... ¿Tuviste al bebé?
—Sí —ella sonrió por primera vez desde su llegada—. Se llama Luz y tiene cinco años. Eres tío, supongo.
—¿Sí? —el rostro de Gonzalo se iluminó—. Genial. ¿Dejarás que la vea alguna vez?
—Claro —de repente, se sintió como si acabara de correr un maratón. Le dolía el cuerpo y le faltaba el aire. Dejó diez dólares sobre la mesa—. Tenemos que irnos —le dijo a su hermano, levantándose—. Llamaré.
—¿Lo prometes? —Paula se puso en pie; era al menos quince centímetros más alto que ella.
Ella asintió. Él la rodeó con sus brazos. Se resistió un par de segundos, y después le devolvió el abrazo.

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