lunes, 27 de julio de 2015

Tentaciones Irresistibles Parte 2: Capítulo 65

El domingo por la tarde, Paula pensó que el negocio iba muy bien. Era el segundo día y seguía vendiendo. Esa noche revisaría sus recibos y comprobaría si podía incrementar su previsión de beneficios. Casi la mareaba pensar la tranquilidad que le daría tener algún ahorro en el banco.
Estaba colocando más cajas en la mesa cuando un conocido y odiado «hola, nena» la dejó helada.
Notó que se quedaba sin aire y que un grito pugnaba por salir de su garganta. Era injusto.
Se dio la vuelta lentamente, con la esperanza de equivocarse, y casi se desmayó de desilusión al ver al hombre alto, delgado y de pelo largo que había ante el puesto.
—Facundo—dijo, preguntándose si esa pesadilla no acabaría nunca—. Que sorpresa más desagradable.
¿Qué haces aquí? —preguntó Paula, con voz serena. Facundo era como un animal salvaje herido, peligroso si lo acorralaban y captaba cualquier atisbo de miedo.
—He venido a ver a mi chica —dijo con una sonrisa—. Un amigo tiene unos cuantos conciertos aquí y en Portland. Su bajo no podía venir, así que ocupé su puesto. Sabía que así podría verte —se acercó y su sonrisa se volvió depredadora—. Tienes buen aspecto, Paula. Ha pasado mucho tiempo.
«Más de dos años», pensó ella con amargura. Había ido a verla, la había amenazado y se había marchado llevándose sus escasos ahorros.
—Pasé por tu trabajo y un tipo me dijo que te encontraría aquí —arrugó la frente—. ¿De veras usas ese uniforme? No me convence la gallina, pero el local estaba lleno y debes de recibir buenas propinas.
«Oh, Frank, ¿por qué serás tan amable?», pensó ella con desesperación.
—¿Le dijiste que eras mi hermano? —preguntó.
—Tu primo. No nos parecemos nada —alzó un par de pendientes—. Buen montaje tienes aquí. No sabía que tenías tanto talento, pero siempre se te dio bien ocultarme las cosas.
—La única razón por la que no sabes que hago estas cosas es porque tendríamos que haber hablado de algo que no fueras tú —le quitó los pendientes—. Y eso nunca te interesó.
—Sigues teniendo carácter, Paula. Eso me gusta.
Ella no sabía cómo había podido creer que estaba enamorada de él. Carlos ya había sido bastante malo, tonto, egocéntrico e infiel, pero comparado con Facundo habría ganado el premio a novio del año.
Facundo se acercó más a la mesa y estiró el brazo. Ella se alejó de su alcance.
—Te he echado de menos, nena. Teníamos algo bueno tú y yo.
—Teníamos una basura —repuso ella—. Sólo seguías conmigo porque tenía trabajo y eso significaba dinero. Dinero que necesitabas para estar colgado.
—Siempre cuidaste de mí —le recordó él—. Sigues haciéndolo. Por eso estoy aquí, Paula. A por un poquito de algo. Ahora que veo lo bien que te va, me parece que debería ser más que un poco.
«¿Por qué hoy?», pensó ella con desesperación. Lo único que la libraba del pánico era saber que Luz estaba a salvo, lejos de allí. Como si pudiera leerle el pensamiento, él miró a su alrededor y luego a ella.
—¿Dónde esta la criatura?
Paula deseó gritarle que no tenía ningún derecho a preguntar. Luz nunca le había importado.
—Está en una fiesta de cumpleaños.
—Lástima. Me habría gustado verla —movió la cabeza—. No sé por qué insistes en mantenernos alejados. Es tan hija mía como tuya.
—No es tu hija. No es nada tuyo. No te importa, sólo la utilizas para amenazarme.
—Tienes razón. Deberías haberme hecho firmar que renunciaba a ella. Es raro que no lo hicieras, siempre se te dieron bien los detalles. ¿Será que en el fondo querías mantenerme en tu vida?
Lo preguntó con sinceridad, como si realmente creyera que podía echarlo de menos. Como si no se arrepintiera de cada segundo que había pasado con él.
Ella deseó gritar que no era más que un drogadicto y un perdedor. Que le gustaría que lo enviaran a una isla desierta de la que no pudiera salir nunca. La única razón por la que no le había hecho firmar una renuncia sobre Luz era que no podía pagar al abogado.
—Vete —le dijo—. Vete de aquí.
—Lo haré, Paula. Pero antes tienes que darme lo que quiero.
Dinero. Siempre se reducía a dinero.
Gracias a Dios, había dejado en casa las ganancias del día anterior. Aun así, odiaba darle el dinero de la caja, sabiendo cuánto había en su interior.
Abrió la pequeña caja de metal. Antes de que pudiera ocultarle parte del contenido, él se la quitó y palpó el fajo de billetes.
—Maravilloso —dijo, agarrando todos los billetes de diez, de veinte y más de la mitad de los de cinco—. Te dejo algo de cambio —se guardó el dinero en el bolsillo y le devolvió la caja—. Por si se te ocurre denunciarme y decir que te robé el dinero, te aviso de que sé dónde vives Paula. Sé dónde está la niña. Podría ir por la noche y llevármela —chasqueó con los dedos—. Y nunca volverías a verla. Sabes que lo haría. Así que considera esto una especie de seguro barato.
Esbozó una sonrisa y se marchó.
Paula  se quedó inmóvil. El miedo la asaltó como un tornado. Sabía dónde trabajaba y alegaba saber dónde vivía. ¿Cómo iba a mantener a Luz  a salvo?
Si Facundo pensaba que había dado con una mina de oro, tal vez no se marchara. Volvería hasta que no quedara dinero y después cumpliría su amenaza. Tenía que detenerlo. Tenía que encontrar la manera.
Paula deseó marcharse de allí. Estar en casa con su hija, con el cerrojo echado y las persianas bajadas. Quería esconderse hasta que todo acabara.
Pero no podía. La única solución era conseguir el dinero suficiente para pagar a un buen abogado que la librase de Facundo para siempre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario